Marco Bellocchio brilla menos de lo que debería entre los directores
italianos contemporáneos. Cualquiera diría que lo opacan Bertolucci o
los hermanos Taviani, más famosos ciertamente, aunque su cine ha dado gemas
de una fuerza que los otros raramente ofrendan. O a la que les cuesta
mucho más arribar. Si para muestra basta un botón, ahí está El diablo en
el cuerpo.
Y por qué no, La nodriza,
que también brilla, y más precisamente entre las piezas de época (esta
transcurre a comienzos del siglo XX) que sin descuidar los decorados, el
vestuario, la iluminación –la ambientación, en fin–, despliegan una
intensidad y un caudal de ideas y conflictos actuales que las ponen
a años luz de aquello que se conoce, siempre despectivamente, como
"cine de calidad". Esta es una entre pocas obras.
El film está basado en texto de
Luigi Pirandello (ese autor fetiche de los Taviani) y gira en torno
de la familia Mori, con asiento en soberbia casona, por no decir palazzo,
de pituco barrio romano. La cuestión se pone en marcha
poco después que Vittoria, la esposa del reputado Dr. Mori, da a luz. Se
nos hace saber, sin ocasión de comprobarlo, que el flamante varoncito "no quiere el pecho" de su
madre, y por tal motivo su marido decide contratar a una nodriza. A esta
altura, tan temprana, ya podemos decir que nada es lo que parece ser o,
mejor aun, que sí lo es pero, además, es otra cosa, esconde otra
posibilidad. No se sabe del todo hasta qué punto es el bebé, y no
su madre, el que no quiere que la boca se una al pecho "natural".
En todo caso, lo iremos sabiendo de a poco.
Ya a la ceremonia del parto
habíamos llegado preparados, listos
para empezar a absorber los sentidos sutiles, ocultos (pero no tanto, eh,
¡que no se trata de La ciénaga!), y esto es así gracias a la
música incidental, sugestiva y delicadamente trágica, a los planos
ceñidos, cerradísimos, a los gestos contenidos, y hasta
reprimidos, que esos planos revelan. La actuación de Fabrizio Ventivoglio
(curiosamente parecido a León Trotsky en su composición del médico) es
sencillamente arrollladora, mientras que Valeria Bruni Tedeschi como
madre-arpía –pero no por arpía, sino por neurótica– no podría estar mejor.
Las caras y los gestos de esta mujer durante el parto, e inmediatamente
después, sugieren la espantosa idea de que el nacimiento ha coincidido, o
casi, con su propia muerte. Así de fría, líbida, vacía se la ve.
La nodriza es elegida de un nutrido
grupo de aspirantes que descubren sus senos ante el jefe de familia en una
escena que hubiera resultado desopilante si no fuera, a un tiempo,
salvajemente reveladora de las humillaciones a las que, hoy como ayer
(aunque cambie lo accesorio), se exponen quienes buscan emplearse para
subsistir. Les cuento un poco más: un carnaval de hermosas tetas, es
decir algo así como un triple canto a la vida (a la maternidad, a la
femineidad, a la sensualidad), contrapunteado por unas caras serias,
largas, acordes con el contexto obrero-patronal que fatalmente las
enmarca.
La nodriza se llama Annetta
(debutante Maya Sansa, muy bien), y es una campesina analfabeta que debe
dejar todo, todo, todo, para cumplir con el contrato laboral. Esto implica
abandonar su pueblo, a su familia y a su hijo, es decir privarse de
amamantar a su bebé, para darse por entero al crío de los Mori. ¡Vaya
paradoja! Annetta debe abandonarlo todo para ser más madre que la propia
madre de un bebé que no es el suyo, mientras que a Vittoria, la mamá
biológica, la que lo tiene todo (empezando por las tetas, aunque no sean tantas),
no le da el cuero –vaya a saber por qué: este tema quedará en sombras–
para cumplir con su función materna. Así de rica y de compleja es La
nodriza, con el valor agregado de que nada de esto es declamado, ni
explicado, sino expuesto cinematográficamente.
En relación con lo anterior, no
puede dejar de destacarse el soberbio uso del espacio en off (o
"fuera de campo": lo que no se ve en pantalla) que ejecuta
Bellocchio. Los mimos que la nodriza prodiga al bebé, por caso, nunca
están tan al rojo vivo como cuando apenas se los escucha... pero se
los ve en el rostro de la madre biológica que ocupa la pantalla. Y a
la neurosis de esta última se la palpita de maravillas en sus pasos
nerviosos, unos pasos que repican con tanta firmeza como falta de rumbo al
fondo, mientras Annetta da la teta a la criatura. Algo más tarde
Vittoria, desesperada, dirá: "El bebé no me da nada, ni yo a
él". De terror, sí, pero La nodriza no deja de ser un film
"de época".
Antes de promediar, el largometraje
deja graníticamente expuestas sus premisas. La "locura" dista
de ser monopolizada por Vittoria: es también la de la propia Annetta,
madre de su "no hijo" y "no madre" del que sí lo es,
y la del Dr. Mori, que logró reputación y palacete gracias a su labor en
un hospicio de mujeres locas... a las que él y su colaborador más
inmediato se limitan a observar y catalogar, aunque hacen poco y nada por
curarlas. Claro que estamos en el 1900, cuando a la psiquiatría y el
psicoanálisis todavía les faltaba un largo camino por recorrer. La
nodriza es, pues, una historia de crecimiento, de aprendizaje, de
adaptación humana.
Hay dos subtramas que no deberíamos
omitir. Una es la de la escritura, o de las letras. Está
corporizada por un lado en una carta que recibe Annetta (de su marido,
preso por "subversivo") y que, por fuerza, deberá serle leída
por su patrón. La carta es bastante poética, amorosa y libertaria, y
este hombre, al leerla, va siendo afectado por su contenido. Por otra
parte, esa misma carta será la mejor excusa para que la muchacha quiera
aprender a leer y escribir, afán que el propio Dr. Mori se muestra
complacido en satisfacer. Esta enseñanza será doble: una aprende a
escribir; el otro a conectarse de otro modo con el mundo. Sería cursi,
demasiado cursi, si no fuera porque el director, una vez más, lo resuelve
todo con las herramientas apropiadas: pocas palabras, las justas, y muchas
imágenes, concentradas sobre todo en las miradas. La otra subtrama es
socio-política. La desorientación existencial, manifestada por el limbo
familiar de los burgueses y su impotencia científica (son médicos,
pero no curan), contrasta con el vigoroso ímpetu de los militantes
socialistas, revolucionarios ("subversivos", en fin) que oír se
dejan en segundo plano. Es cierto que estas masas, a las que
Bellocchio no sólo hace oír sino que muestra, no despegan del todo de su
condición de "grupito de extras", pero también es cierto que
los ubica en el encuadre con gran plasticidad (junto a cosacos policíales, por ejemplo), con lo que logra bellas coreografías
bienvenidamente simbólicas. O en otras palabras: no realistas.
En un momento, el colaborador más
inmediato de Mori, harto de desperdiciar "los mejores años" de
su vida en el hospicio que no cura a sus internas, sediento de "cosas
concretas", deja el nosocomio para plegarse a uno de esos
contingentes rebeldes. Esto sí que es realista. También es actual,
vivificante, enormemente audaz.
Guillermo Ravaschino
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