| Afortunadamente La novia polaca
      llegó a estas costas para el II Festival de Cine Independiente, porque de
      lo contrario su estreno hubiera sido altamente improbable. La aleación es
      original, difiere de lo que vemos habitualmente: un realizador argelino
      filma en Holanda la historia de un granjero local y una inmigrante polaca.
 La anécdota de esta opera prima es breve: la mujer, abusada y escapada
      de un prostíbulo, llega en su huida a la granja del ermitaño, quien la
      cura y protege, dándole albergue. Entre estos personajes cuyos destinos
      se han cruzado imprevisiblemente se establece una peculiar relación de
      mutuo cuidado: él le da un libro para que aprenda el idioma, ella limpia
      la casa, cocina, le enseña modales a cambio de un sueldo que envía a su
      hijita en Polonia. Con gestos simples, sin palabras, en un escenario casi
      cerrado, comparten la cotidianidad, al tiempo que se habla del rol de la
      mujer, portadora de cultura y religión, y de la –aunque irónica–
      aceptación del hombre. Mientras tanto, duermen en cuartos separados. El
      paraíso se quiebra con la llegada de dos mafiosos que exigen el regreso
      de la polaca que ellos habían importado, desencadenando un final esperado
      y sin embargo sorprendente. El film tiene puntos de contacto con la finlandesa Juha, última
      película –muda– de Aki Kaurismaki, que también vimos en el último
      Festival. El comercio con el cuerpo femenino resulta tan habitual en los
      países de Europa del Norte como en los de América del Sur. La historia se desarrolla casi sin diálogos, tanto por el carácter
      del hombre, un simple y huraño cuya única preocupación hasta entonces
      había sido el mantenimiento y conservación de la tierra heredada de sus
      ancestros, como por las dificultades idiomáticas y el trauma psicológico
      de la mujer, marcada por la violación inicial. Pero el notable trabajo de
      esos dos actores desconocidos que son Monique Hendrickx y Jaap Spijkers,
      en quienes descansa el film, lo hacen interesantísimo, cautivante y muy
      emotivo. La austeridad se extiende a toda la banda sonora, de escasos y
      por ello destacados momentos musicales, en la que sobresale el poema que
      celebra las cosas simples de la vida. El vínculo de los protagonistas, que se entienden con un gesto, o
      compartiendo una mirada hacia el paisaje, o turnándose para morder sus
      manzanas, habla de la intensidad del sentimiento, con momentos de notable
      elocuencia. La novia polaca es una declaración de estética e
      ideología cinematográficas, que moviliza la inteligencia y emoción de
      los espectadores, y demuestra que la economía de recursos
      también es una vía para que el cine transmita su magia. Josefina Sartora       |