El ocaso de un amor es lo peor que podía pasarle a una novela, en este caso del
ilustre Graham Greene.
Pero el film de Neil Jordan se toma su
tiempo. Empieza más o menos bien bajo la lluvia londinense, durante una noche de 1945 en
la que Maurice Bendrix (Ralph Fiennes) se cruza con Henry Miles (Stephen Rea, quien ya
había actuado para Jordan en El juego de las lágrimas). Bendrix es un escritor
medianamente inquieto; Miles es el arquetipo del "funcionario gris". Tan gris
que lleva años sin interesarse por su bella esposa Sarah (Julianne Moore); tantos que
ella, de resultas, ya tampoco lo percibe a él. Sí a Bendrix, con quien se amará en
furtivos y entrecortados encuentros a lo largo de la Segunda Guerra. ¿Pero cómo? ¿No
dijimos que arrancaba en el '45? Es que El ocaso de un amor está surcada de
flash-backs que nos llevan y nos traen en el tiempo. Muchos de ellos son confusos,
imperdonablemente yo diría, ya que se trata de un relato apoyado en una precisa obra
literaria. Pero esto no es lo peor. Ni mucho menos.
La serena y grave música incidental es
el último vestigio de interés, y hasta quince o veinte minutos entrada la trama obsequia
cierta carga de suspenso a las imágenes. Poco después, al cabo de una enésima
noche de intimidad entre Sarah y Bendrix tiene lugar un desliz que es como un signo
sombrío: ella, increíblemente, se sorprende de una enorme cicatriz en la pierna
izquierda de su amante. Más sombrío, si cabe, es el presagio que procede de una tos de aquellas:
Sarah tose más o menos como lo haría cualquiera... ¡pero Bendrix la mira como si la
hubiera fulminado un rayo!
Poco después los encuentros amatorios
culminan, aunque más tarde se reanudarán. Lo que el film se esfuerza por dejar en claro
es que el amor nunca se extingue. Lo hace de la manera más penosa: transfiriendo los
párrafos de la novela a la voz en off de Bendrix (luego se valdrá de un diario personal
de Sarah para hacer lo propio con sus pensamientos). Lo tremendo es que la pasión del
texto, si la ha, contrasta brutalmente con la frialdad de los cuerpos en cada encuentro de
los amantes, en los que Fiennes y Moore, grandes actores ambos, parecen resistirse a
recitar todas esas líneas aprendidas de memoria. En este sentido el único que se salva
es Stephen Rea, ya que la mediocridad de la transcripción comulga de algún modo con la
medianía del personaje que le tocó en suerte.
El amor de Sarah y Bendrix es pura
espuma, mecanismo, marco. No he visto otro tan falso desde que el mismo Fiennes
¿por qué será que acepta estos trabajos? tuvo la desgracia de prestarse a
la versión de Cumbres borrascosas dirigida por Peter Kosminsky. El ocaso de
un amor no se limita a abusar groseramente de la lluvia y los violines es decir
de las materias primas más gastadas por el cine para fabricar "amor" sino
que los amontona junto a todos los recursos que, con o sin Graham Greene de excusa, tuvo a
mano para inflarse aparatosamente. Los sonidos de las bombas nazis sobre Londres, por
ejemplo, se dejan oír al fondo y no tan al fondo cada vez que los amantes fornican. Y lo
mismo ocurre con las sirenas de prevención, que sin embargo desoyen. Unas veces "por
amor", eso está claro, aunque uno se pregunta por qué no bajan al refugio unos
minutos, si total después pueden retomar el trámite. Otras veces porque Bendrix
que es soltero teme que una vecina suya... los vea juntos. ¡Mi Dios!
El ocaso de un amor pasa por
diferentes etapas. A la de la hinchazón sentimental, por caso, le sigue otra
dominada por una copiosa verborragia destinada a evacuar lo que tal vez esté en la
esencia del libro de Greene: los celos enfermizos, la pregunta por la existencia de Dios;
su negación, que lo estaría confirmando, etc. Todas estas diligencias zarandean a tal
punto a los protagonistas que ya no dan la sensación de estar hablando como personas, y
ni siquiera como personajes "de película"... sino de una novela. Uno es llevado
a pensar que lo mejor que podrían hacer es silenciarse, borrarse, volver a ese libro que
nunca debió convertirse en una película como esta. Pero lo hecho hecho está.
Es extraño ver cómo a medida que
pasan los minutos el producto de Neil Jordan se va desnudando. Algo antes de promediar ya
se lo ve absolutamente despojado de emociones, nulo de sustancia y hasta de coherencia
dramática. Algo le queda, sin embargo, y son las consabidas marcas del así llamado cine
de qualité: vestuario irreprochable (Moore pasea más vestidos que Naomi Campbell en
un desfile), iluminación muy trabajada y una puesta en época que parece diseñada para
que las señoras gordas, al salir, ventilen lo "bien hecha" que estaba la
película.
Guillermo Ravaschino
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