La ola de terror oriental
sigue invadiendo estas latitudes. Varias razones pueden explicar el
fenómeno: la falta de ideas y nuevos talentos en Hollywood, el retiro de
Europa de la producción de films de género, la inobjetable calidad de
algunos de estos productos. Además de las conocidas sagas The Ring y
Ju-on, que ya tuvieron sus correspondientes versiones americanas,
películas como Audition, Memento Mori y los films de fantasmas
de Kiyoshi Kurosawa plantean una recuperación de las claves modernas del
género, alejadas de la supuesta renovación en clave irónica propuesta por
Scream y sucedáneos, que simplemente quedó en eso. Y lo que es más
importante: logran asustar. Sin embargo, ese no es el caso de El ojo.
Al menos no en su totalidad. El minimalismo de la puesta de escena y la
paciente construcción de la atmósfera de tantos films japoneses aquí brillan
por su ausencia. A cambio, tenemos toda la desmesura estética propia del
cine de Hong Kong.
El film de
los hermanos Pang, que narra la historia de una joven ciega (Angelica Lee)
que recupera la vista gracias a una operación de córnea y empieza a tener
horrorosas visiones de fantasmas, arranca bien, desplegando todo un arsenal
de recursos visuales de impacto y construyendo efectivas secuencias de
terror que enfatizan el aislamiento y la alienación de la protagonista ante
el nuevo mundo que se le abre. Pero una vez que tiene que desarrollar la
historia y los personajes, cae en lugares comunes y pierde el vigor
narrativo del inicio.
En la
primera mitad se concentran los momentos más álgidos y los mejores hallazgos
visuales del film. Los juegos con el punto de vista y el fuera de foco, así
como el buen uso de la música y los efectos sonoros, le dan a las
apariciones fantasmales un tono misterioso y truculento que, sin entrar en
la estética gore, logra generar más de un escalofrío. Hay que
destacar especialmente el momento en que cierto espectro se le echa encima a
la protagonista y la angustiante escena del ascensor.
Pero llega
un momento en que los hermanos Pang ya no pueden sorprender –o engañar– más
a su público y la película opera un giro de guión que, además de ser
previsible, entierra a la historia en un farragoso episodio en el que la
protagonista y su médico viajan a un pueblo de Tailandia a investigar el
pasado de la donante. Allí se pierde toda la dinámica y el misterio que
habían creado las imágenes del principio.
Una vez que
vuelven, ya es demasiado tarde. Ni siquiera el aparatoso y catastrófico
clímax (muy similar al de Mensajero de la oscuridad, aquel thriller
sobrenatural con Richard Gere) es capaz de generar sobresalto alguno. Por lo
que el resultado está más cerca de un film de clase B con dos buenas ideas
que de un relato de terror hecho y derecho. Claro que a los ejecutivos de
Hollywood poco les importa: aprovechando el filón de remakes orientales, ya
anunciaron la versión americana de El ojo.
Juan Alsinet
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