El Instituto Nacional de Cinematografía y Artes Audiovisuales es el ente oficial
supuestamente encargado de velar por la salud del cine y el video producidos en la
Argentina. De la suposición al hecho, empero, nunca hubo tanto trecho. Encabezado por
Julio Mahárbiz, hombre que exhibe nulas relaciones con la creación cinematográfica y
muchas con el Presidente y su entorno, el INCAA es una enorme paradoja. Tan
monumental como su histórico edificio en Lima 319 de Buenos Aires, cobija en su seno a
diversos exponentes de la industria (productores, directores, técnicos de cuya integridad
no cabe dudar, por lo menos a priori), cuya iniciativa está absolutamente neutralizada
por una conducción a la que le interesa poco y nada el cine... aunque está obligada a
generar eventos que sugieran lo contrario. Por eso el Festival Internacional de Mar del
Plata. Que año tras año trae al país algunos títulos valiosos (un poco a su pesar, ya
que lo que le importa a la oficialidad son los invitados superestelares). Por eso
"Historias breves", que anualmente convoca a directores novatos de todo el
país, selecciona un puñado de guiones y otorga 40 mil dólares para que cada uno
produzca dignamente su cortometraje. La dignidad, no obstante, ha sido socavada una y otra
vez por las marañas burocráticas del Instituto. Que esta vez, más que otras, abundó en
promesas incumplidas y retrasó largamente la liberación de fondos. Algunos de los cortos
recién fueron filmados uno, dos y hasta tres años después de la fecha prevista, con lo
que muchos de los directores habían perdido interés en sus proyectos o ya estaban con la
cabeza puesta en otra cosa.
Sirva como excusa, en todo caso, ya que
la tercera edición de "Historias breves" es mucho más pobre que las
anteriores. Entre los quince cortos que integran los paquetes Ojo izquierdo y Ojo
derecho, estrenados a modo de largometrajes en los cines porteños, hay poco para
rescatar. La frescura de El ladrillo, elaborada en torno de un conflicto "de
drogas" entre adolescentes suburbanos, que permite el lucimiento de José Minuchín,
aunque la historia se queda sin final y dilapida buena parte de su fuerza. La idea
original que está en la base de Familia Fortone: los sin techo aprovechando los
mausoleos de un cementerio para establecer sus viviendas. Una idea que no alcanza a
florecer. La melancolía suburbana de Catherine, víctima de un guión que la
arroja prontamente al limbo. Algunos chistes de Nostalgia en la mesa 8 (sobre un
crack de fútbol del '48, que jugaba en chancletas), rematados por un desenlace previsible
y cursi. El conjunto sale airoso en los aspectos de producción. Los cortos están bien
iluminados, el trabajo de cámara es prolijo y el rubro "vestuario" es siempre
respetable, aunque hubiera sido comprensible que los realizadores principiantes
balbucearan, y aun fallaran, en los rubros técnicos, necesariamente hijos de la
experiencia y la depuración que vienen con los años. Lo que sí cabía reclamar son
ideas nuevas, núcleos temáticos vigorosos, exploraciones formales audaces. Y es esto lo
que falta. La prolijidad, pues, fue a morir en los fuegos fatuos de diversos exotismos:
carátulas rimbombantes, planos llamativos pero desligados, baches dramáticos, escenarios
desaprovechados. Es doloroso. En una época en la que, para bien y para mal, los
artífices del cine profesional han empezado a sacarse de encima los inmemoriales vicios
del "cine argentino", Ojo izquierdo y Ojo derecho ofrecen
llamativas recaídas en las generales de una lengua muerta que pocos quieren hablar, y
muchos menos escuchar. Zapallares, Paseador de almas, Territorio,
¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste? y El fueye no
necesariamente en ese orden presentan diálogos absolutamente imposibles, alegorías
infantiles, obesidad dramática por donde se las mire. Candela, Maricel y los
del puente y La media medalla demuestran que diez minutos pueden convertirse
en una eternidad cuando la sustancia narrativa no acude a la cita.
La generosidad de los actores
argentinos volvió a poblar de figuras ilustres (Lito Cruz, Alberto Busaid, Osvaldo
Santoro, Ulises Dumont, Roberto Carnaghi, entre tantos otros) a muchos de los elencos. Las
locaciones acusan la tendencia a salir afuera y filmar la cara suburbana del Gran
Buenos Aires. La música incidental volvió a ser la prenda de un viejo malentendido:
machacona y estruendosa, se empeña en ocupar el sitio vacante del rigor visual. El sonido
ha sido invariablemente resuelto mediante la avanzada tecnología Dolby Stereo-THX (me
gustaría ver las cláusulas del contrato entre el INCAA y los representantes de esas
compañías). Lo que no impide que muchas voces nítidas parezcan salir de cualquier lado
menos de los ambientes en los que se supone que se las emitió.
Guillermo Ravaschino
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