1. POLANSKI.
Tengo miedo de decir que Polanski antes hacía grandes películas y ahora no.
Tengo miedo de decirlo y que Homero Alsina Thevenet (nota de la
redacción: levantándose de su tumba, ya que falleció horas después de
ser redactadas estas líneas), Hugo Salas o algún otro crítico
revisionista de la “teoría de autor” venga a casa y me muela a golpes. O
peor, que me sermonee: que cuando los críticos jóvenes hablan de autor
se olvidan de que toda obra se inscribe en un contexto, una historia y una
industria determinadas; que detrás de todo hay, nos guste o no, una serie de
productores, un público que complacer y dinero que recuperar; que el
director necesita de un equipo de trabajo; que la teoría de autor es
romántica, ingenua. No sé. Me limito a remarcar el hecho de que las
películas de los ‘60 y ‘70 en cuyos créditos podemos leer dirigida por
Roman Polanski suelen ser excelentes y las películas que dicen
dirigida por Roman Polanski de los ‘90 y los ‘00 suelen ser
apenas discretas.
2. YO Y OLIVER
TWIST. El presente párrafo, además de ser larguísimo, habla mucho de mí y
poco de la película de Polanski. El lector impaciente puede saltearlo. Dicho
esto, pasemos a mi relación con Oliver Twist. A mi primer encuentro con
Oliver Twist. Es decir, a mi escuela primaria. Cuando tenía aproximadamente
ocho años (época en la que recibía el “Billiken” todos los sábados) me tocó
en suerte actuar en la versión musical de Oliver Twist que preparó mi
escuela. Todos los años se adaptaba una obra distinta: Peter Pan, El
flautista de Hammelin, Aladino y otros grandes éxitos. Ese año tocó Oliver
Twist. Evidenciando un proceder tan democrático como autoritario, la escuela
nos obligaba a todos, sin excepción, a figurar en estos musicals
(eran en inglés) que mis papás, en un gesto que los enaltece, se tragaban
diligentemente año tras año. Que todos tuviéramos que figurar –ya fuere
actuando o cantando o vestidos de árbol– lograba que: a) mi mamá se pusiera
nerviosa por lo menos una vez por año, confeccionando disfraces
estrafalarios; b) yo me pusiera nervioso por lo menos una vez por año,
porque los escenarios, las luces iluminando el escenario y el público
mirando me ponen los pelos de punta; c) salieran unas obras espantosas,
superpobladas y bochincheras. El año que tocó hacer Oliver Twist a mí me
tocó hacer de huérfano. Pero a mi familia le dije que actuaría de
orfanato, no de huérfano. Se me ocurren dos remates alternativos a esta
historia: 1) salí a escena disfrazado de orfanato y no de huérfano,
convirtiéndome así en el hazmerreír de la escuela; 2) quiso la desgracia que
ese año quedara yo realmente huérfano. Pero no. Simplemente dije
orfanato en vez de huérfano, mis papás y mis hermanas entendieron que me
había equivocado, no pasó nada muy grave, pero todavía hoy se burlan de mí y
de mi error. Eso, sumado al pánico escénico, hace que mi relación con Oliver
Twist no sea del todo feliz. Sólo Polanski podía revertir esa carga
traumática. Y no lo logró.
3. POLANSKI Y
OLIVER TWIST. La primera parte de Oliver Twist (la parte más rural)
nos introduce al personaje de Oliver, un chico huérfano y miserable que vive
una serie de eventos desafortunados. Pasa de mano en mano, de maltrato en
maltrato, de humillación en humillación, hasta que huye, camina 100
kilómetros y llega, con los zapatos destruidos, a Londres. Lejos de mejorar
su situación, en la gran ciudad sigue familiarizándose y recorriendo los
ricos y variados significados del término desgracia. Es evidente que
ninguno (casi ninguno) de los personajes con los que se cruza el pequeño
Oliver conoce la tercera formulación del imperativo categórico de Kant
(“obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la
persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca
solamente como un medio”). La lucha de Oliver Twist es, justamente, por
recuperar su humanidad y encontrar su lugar en el mundo. Sobrevivir,
primero; no ser tratado solamente como un medio, después.
Ese es el recorrido
de Oliver Twist. El mío es otro y va del interés a la decepción.
Durante el periplo
rural, Oliver parece más chiquito e indefenso de lo que es. O tan chiquito e
indefenso como en verdad es. Los recursos son muchos. Voy a mencionar tres.
1) Los planos picados (de arriba hacia abajo) y contrapicados (de abajo
hacia arriba). Los picados lo muestran reducido frente al mundo adulto y los
contrapicados muestran a sus superiores poderosos y amenazantes. 2) El uso
deformado del plano-contraplano. En cine, los personajes suelen conversar en
plano-contraplano. Mientras uno habla de frente, solemos ver al costado del
encuadre la espalda del que escucha. Este pedazo de espalda suele ser mínimo
y sirve como referencia espacial. Pero en la escena en la que Oliver es
patoteado por un niño apenas mayor que él, el contraplano del patoteador
(es decir, su espalda) ocupa más de la mitad de la pantalla. Oliver está
agazapado en la otra mitad, prácticamente asfixiado por el encuadre. La
espalda del patoteador es más que una referencia espacial, es la
contrapartida formal del patoteo, un plano sencillo, elocuente y simbólico:
el poco lugar que ocupa Oliver está constantemente amenazado. 3) El uso del
plano general. Después de huir, vemos a Oliver caminando parsimoniosamente
en dirección a Londres; el plano general lo muestra mínimo y desprovisto
frente a la enorme campiña inglesa. Como los encuadres psicológicos
me generan emociones encontradas (El último hombre de Murnau me
parece fascinante; Al este del paraíso de Kazan me molesta un poco),
la primera media hora de Oliver Twist me generó cierto interés.
Por alguna razón,
creí que la película iba a ser la búsqueda y el esfuerzo de un personaje por
recuperar lugar en el encuadre y ganar pantalla. Pero no. Cuando Oliver
llega a Londres todo cambia. En la ciudad del Big Ben todo parece estar en
función de las escenografías, los disfraces y el maquillaje. ¿Qué queda? Una
serie de personajes epidérmicamente grotescos, recortados contra una Londres
convencionalmente bella. Y la sensación de que, más que buena o mala, esta
versión de Oliver Twist es completamente inofensiva.
Ezequiel Schmoller
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