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OLIVER TWIST

Inglaterra-Francia-Italia, 2005


Dirigida por Roman Polanski, con Barney Clark, Ben Kingsley, Jamie Foreman, Leanne Rowe, Ian McNeice, Edward Hardwicke.



1. POLANSKI. Tengo miedo de decir que Polanski antes hacía grandes películas y ahora no. Tengo miedo de decirlo y que Homero Alsina Thevenet (nota de la redacción: levantándose de su tumba, ya que falleció horas después de ser redactadas estas líneas), Hugo Salas o algún otro crítico revisionista de la “teoría de autor” venga a casa y me muela a golpes. O peor, que me sermonee: que cuando los críticos jóvenes hablan de autor se olvidan de que toda obra se inscribe en un contexto, una historia y una industria determinadas; que detrás de todo hay, nos guste o no, una serie de productores, un público que complacer y dinero que recuperar; que el director necesita de un equipo de trabajo; que la teoría de autor es romántica, ingenua. No sé. Me limito a remarcar el hecho de que las películas de los ‘60 y ‘70 en cuyos créditos podemos leer dirigida por Roman Polanski suelen ser excelentes y las películas que dicen dirigida por Roman Polanski de los ‘90 y los ‘00 suelen ser apenas discretas.

2. YO Y OLIVER TWIST. El presente párrafo, además de ser larguísimo, habla mucho de mí y poco de la película de Polanski. El lector impaciente puede saltearlo. Dicho esto, pasemos a mi relación con Oliver Twist. A mi primer encuentro con Oliver Twist. Es decir, a mi escuela primaria. Cuando tenía aproximadamente ocho años (época en la que recibía el “Billiken” todos los sábados) me tocó en suerte actuar en la versión musical de Oliver Twist que preparó mi escuela. Todos los años se adaptaba una obra distinta: Peter Pan, El flautista de Hammelin, Aladino y otros grandes éxitos. Ese año tocó Oliver Twist. Evidenciando un proceder tan democrático como autoritario, la escuela nos obligaba a todos, sin excepción, a figurar en estos musicals (eran en inglés) que mis papás, en un gesto que los enaltece, se tragaban diligentemente año tras año. Que todos tuviéramos que figurar –ya fuere actuando o cantando o vestidos de árbol– lograba que: a) mi mamá se pusiera nerviosa por lo menos una vez por año, confeccionando disfraces estrafalarios; b) yo me pusiera nervioso por lo menos una vez por año, porque los escenarios, las luces iluminando el escenario y el público mirando me ponen los pelos de punta; c) salieran unas obras espantosas, superpobladas y bochincheras. El año que tocó hacer Oliver Twist a mí me tocó hacer de huérfano. Pero a mi familia le dije que actuaría de orfanato, no de huérfano. Se me ocurren dos remates alternativos a esta historia: 1) salí a escena disfrazado de orfanato y no de huérfano, convirtiéndome así en el hazmerreír de la escuela; 2) quiso la desgracia que ese año quedara yo realmente huérfano. Pero no. Simplemente dije orfanato en vez de huérfano, mis papás y mis hermanas entendieron que me había equivocado, no pasó nada muy grave, pero todavía hoy se burlan de mí y de mi error. Eso, sumado al pánico escénico, hace que mi relación con Oliver Twist no sea del todo feliz. Sólo Polanski podía revertir esa carga traumática. Y no lo logró.

3. POLANSKI Y OLIVER TWIST. La primera parte de Oliver Twist (la parte más rural) nos introduce al personaje de Oliver, un chico huérfano y miserable que vive una serie de eventos desafortunados. Pasa de mano en mano, de maltrato en maltrato, de humillación en humillación, hasta que huye, camina 100 kilómetros y llega, con los zapatos destruidos, a Londres. Lejos de mejorar su situación, en la gran ciudad sigue familiarizándose y recorriendo los ricos y variados significados del término desgracia. Es evidente que ninguno (casi ninguno) de los personajes con los que se cruza el pequeño Oliver conoce la tercera formulación del imperativo categórico de Kant (“obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”). La lucha de Oliver Twist es, justamente, por recuperar su humanidad y encontrar su lugar en el mundo. Sobrevivir, primero; no ser tratado solamente como un medio, después.

Ese es el recorrido de Oliver Twist. El mío es otro y va del interés a la decepción.

Durante el periplo rural, Oliver parece más chiquito e indefenso de lo que es. O tan chiquito e indefenso como en verdad es. Los recursos son muchos. Voy a mencionar tres. 1) Los planos picados (de arriba hacia abajo) y contrapicados (de abajo hacia arriba). Los picados lo muestran reducido frente al mundo adulto y los contrapicados muestran a sus superiores poderosos y amenazantes. 2) El uso deformado del plano-contraplano. En cine, los personajes suelen conversar en plano-contraplano. Mientras uno habla de frente, solemos ver al costado del encuadre la espalda del que escucha. Este pedazo de espalda suele ser mínimo y sirve como referencia espacial. Pero en la escena en la que Oliver es patoteado por un niño apenas mayor que él, el contraplano del patoteador (es decir, su espalda) ocupa más de la mitad de la pantalla. Oliver está agazapado en la otra mitad, prácticamente asfixiado por el encuadre. La espalda del patoteador es más que una referencia espacial, es la contrapartida formal del patoteo, un plano sencillo, elocuente y simbólico: el poco lugar que ocupa Oliver está constantemente amenazado. 3) El uso del plano general. Después de huir, vemos a Oliver caminando parsimoniosamente en dirección a Londres; el plano general lo muestra mínimo y desprovisto frente a la enorme campiña inglesa. Como los encuadres psicológicos me generan emociones encontradas (El último hombre de Murnau me parece fascinante; Al este del paraíso de Kazan me molesta un poco), la primera media hora de Oliver Twist me generó cierto interés.

Por alguna razón, creí que la película iba a ser la búsqueda y el esfuerzo de un personaje por recuperar lugar en el encuadre y ganar pantalla. Pero no. Cuando Oliver llega a Londres todo cambia. En la ciudad del Big Ben todo parece estar en función de las escenografías, los disfraces y el maquillaje. ¿Qué queda? Una serie de personajes epidérmicamente grotescos, recortados contra una Londres convencionalmente bella. Y la sensación de que, más que buena o mala, esta versión de Oliver Twist es completamente inofensiva.

Ezequiel Schmoller      

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