Antes de ver el documental producido por el laboratorio de medios de la
Universidad de Lomas de Zamora, mi conciencia me indicaba que era necesario
difundir productos como éste, me convencía de lo importante que era que se
emprendieran (y que se vieran, por supuesto) revisiones sobre la historia
argentina reciente. Ese llamado de la conciencia me hubiera llevado a
recomendar esta película sobre la vida y la muerte de Rodolfo Walsh. Sin
embargo, la necesidad personal y ética de saludar iniciativas como esta se
fue diluyendo durante los 80 minutos de Operación Walsh hasta dar
origen a un sentimiento opuesto: ansiar que pocos vieran esta versión tan
fea y pobre de la vida de quien, más allá de su militancia, fue uno de los
más importantes escritores argentinos. Cuando digo fea me refiero a su
planteo estético. Y cuando digo pobre, al ético.
En realidad, el planteo estético peca
por su inexistencia. Aunque algo se vislumbra atrás de tantas caricaturas
(feas, por cierto) y dibujos (versión Solano López de "Operación
masacre"), todo está puesto al servicio de nada. Operación Walsh
es un documental convencional con formato televisivo. Las entrevistas a
personas que conocieron a Rodolfo Walsh se intercalan con material de
archivo en fotos y video sobre diferentes hechos históricos (el bombardeo a
la Casa Rosada en 1955, la plaza de Mayo repleta de jóvenes militantes de
Montoneros en los ‘70, la Cuba de Guevara y el Che). Hay una voz en off
que repite lo que los entrevistados y se silencia para dar lugar a la voz
del propio Rodolfo leyendo fragmentos de sus obras más conocidas:
"Operación masacre", "El caso Satanowsky", "Esa
mujer".
Párrafo aparte merece la metáfora de
la tabla de ajedrez y la comparación de cada uno de los hechos positivos en
la vida de Walsh con una movida de las blancas y de los negativos, con las
negras. Es de pésimo gusto.
Lo éticamente pobre sobreviene cuando
nos damos cuenta de que el realizador está manipulando la historia. Esa
misma que incluye en su documental para contextualizar la vida del escritor
comprometido. Esa misma que niega cuando es necesario hacer referencia a la
masacre de Ezeiza (apenas sugerida con un plano), al día en que Perón
echó a los montoneros de la Plaza insultándolos o a la funesta triple A de
López Rega.
Entre los testimonios de quienes
conocieron a Walsh se cuentan los intelectuales que rescatan al escritor
("Esa carta no significaría lo que significa sino la hubiera escrito
un gran escritor. No es tanto el contenido, sino cómo está escrita":
Ricardo Piglia), los amores (Poupeé Blanchard y Lilia Ferreyra), su hija
Patricia y sus amigos (Bayer: "Al final él era más revolucionario que
yo", y García Lupo: "Le dije que la militancia combativa era un
error"). De todo lo que se ha dicho, parecería que el director eligió
lo menos trascendente. Porque –por lo menos para mí– la figura de
Rodolfo Walsh no se carga de humanidad porque sus conocidos digan que
gustaba del juego, las mujeres o el whisky.
No. La humanidad de este gran
escritor, que venció la dicotomía pensamiento-acción (que tanto
atormentó y sigue complicando a otros escritores) y encontró la muerte,
está completamente al desnudo en la Carta Abierta a la Junta Militar de
1977. Una muestra de su profunda sensibilidad, de su dolor en carne viva por
la muerte de su hija Victoria (en un enfrentamiento al lado de Paco Urondo,
otro que supo vencer la dicotomía) y por la desaparición, la detención o
el exilio de tantos compañeros. Y sobre todo, de su claridad e inteligencia
para describir certeramente en medio de la muerte. Su última denuncia es la
más poética y humana de todas.
Eugenia Guevara
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