Kevin Smith es uno de los más interesantes realizadores independientes del cine
norteamericano. Su estupenda ópera prima, Cajeros (Clerks, 1994),
jamás estrenada en Buenos Aires aunque disponible en video,
ya daba cuenta de su rara habilidad para exprimir el jugo a situaciones cotidianas.
Una notable mano para dirigir a los actores, conjugada con un sabio y generoso manejo de
los tiempos, supo convertir, en aquel caso, a un rutinario maxikiosco en una suculenta
caja de sorpresas emotivas. Buena parte de esos dones beneficia a La otra cara del
amor, que completa la "trilogía de New Jersey" (ambientada en la ciudad
natal del director e integrada también por Mallrats, su segundo film). La
otra cara del amor gira en torno de un dibujante de comics que se enamora locamente
de una colega lesbiana.
El ambiente de los historietistas, con
sus fans, con su reunión anual, vibra con extraña intensidad. Y lo mismo ocurre con esos
boliches en los que prolongan sus tertulias. Es que Smith es dueño de otra habilidad
inusual: la de apropiarse de situaciones más o menos típicas, o arquetípicas, y
proyectarlas hacia nuevos horizontes con la ayuda de los frutos más preciados de su
imaginación. Así, el ritual de firmar autógrafos en una exposición de comics deriva en
una desopilante discusión acerca del trabajo no calificado, y la serena exposición de un
panelista negro en una virulenta y graciosísima reivindicación de principios
artísticos, políticos y raciales. Numerosos íconos de la denominada "cultura
popular" entran y salen de la película con más fluidez e inteligencia que las
habituales. Oportunamente citados por los personajes, que los recuerdan (o maldicen, o
comentan), desfilan la saga Star Wars, las historietas de Archie y Torombolo y un
puñado de nombres y apellidos de la TV del Norte no del todo familiares por estas
latitudes.
A diferencia de Cajeros, que
avanzaba al compás de un puñado de almas condenadas a "matar el tiempo", La
otra cara... está atravesada por un conflicto bien palpable. Holden (el
cotizadísimo Ben Affleck) cree hallar en Alyssa (Joey Lauren Adams) a la chica de sus
sueños, aunque su condición de lesbiana, que en un principio ignora, le deparará unas
cuantas pesadillas. Las etapas iniciales de la relación transcurren animadamente: primero
serán amigos, con el lesbianismo de ella filtrándose en unas conversaciones que lo dejan
mal parado a él (por prejuicioso y "adolescente"). Después serán amantes,
fugazmente entreverados en un romance que, por obra y gracia de la orientación sexual de
Alyssa, se perfila como una suerte de primer amor para los dos. Adams brilla en
esos cruces como una criatura parlanchina, hiperkinética (es una suerte de Cameron Díaz
imperfecta... más real) y Affleck demuestra que no sólo nació para poner el rostro en
acartonadas superproducciones.
Finalmente vendrán las discusiones. El
pasado de Alyssa, que además del lesbianismo incluye otras instituciones non sanctas,
no deja de atormentar a Holden, cuya vida también se complica por los imprevistos celos
de su socio y "concubino" Banky (Jason Lee). Claro está que la angustia del
muchacho no deriva tanto de la condición de Alyssa como de su propia inseguridad. Una
extensa alocución de su pareja, que estalla en llantos luego de una salida nocturna, se
ocupará de confirmarlo malamente. Es decir: con la profusa verborrea que caracteriza a
los "momentos fuertes" de los dramones hollywoodianos. La segunda recaída de la
narración es un tanto más estructural. La provoca Holden cuando, con la excusa de
exorcisar prejuicios, propone a Alyssa y Banky cierto experimento colectivo. El
problema no es que se trate de una propuesta infantil o inconducente y se
trata sino que no se compadece con el perfil de Holden, con su desarrollo previo.
Por supuesto que el planteo impulsará la trama hacia adelante, pero al precio de dejar en
el camino parte de la coherencia trabajosamente elaborada por el relato.
Guillermo Ravaschino
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