En un pasado vago, aunque reciente, y en un país que no podría ser otro
que los Estados Unidos, dos parejas se unen para delinquir. A una la
componen Bobbie y Rosie, dos adolescentes se diría tiernos, aunque
él ya es veterano en el arte de reventar expendedoras automáticas
(de esas que tragan monedas) y otros delitos menores, por los que llegó a
apuñalar, y ambos son consumados consumidores de heroína, cocaína,
anfetaminas y otros sabores. La otra pareja está conformada por Mel (James
Woods, todo un galán maduro) y Sid (Melanie Griffith, no menos crecidita,
bien que sigue haciendo a esa nena –tanto en gestos como en
vocecita–
que le conocemos desde siempre).
Ambas duplas entran en contacto cuando
Mel, tío de un amigo de los jóvenes, ayuda a Bobbie a superar un mal
viaje de estupefacientes. Poco después ya lo adopta, o los adoptan,
como compañeros de ruta. Lo de ruta es literal, ya que enseguida los cuatro
ganan la carretera a bordo del enorme Cadillac negro de Mel, rumbo al
bautismo de fuego de la flamante asociación criminal. El primer plan,
más o menos exitoso, da lugar a otros en los que robar joyas, desvalijar
casas o comprar y vender drogas son el leit motiv. Entretanto avanzan
las complicaciones de rigor, llamadas a pudrir
las relaciones en el grupo hasta amenazar la supervivencia de unos
y otros.
Lo primero que cabe apuntar es que el
esperado segundo largometraje de Larry Clark está muy por debajo del
primero. Kids (1995) destacaba por su argumento: una banda de chicos cuya adicción compulsiva consistía en desflorar a
muchachitas de su
misma edad, a tal punto que la fornicación era la prenda de una competencia
fríamente deportiva entre varoncitos. Pero Kids también
sobresalía por sus formas: la crudeza interpretativa, la austeridad
narrativa, un muy diestro manejo de cámara y el montaje seco y rítmico
invitaban a palpitar un segundo opus en el que Clark
retomase estas tradiciones y, por qué no, superase la moralina a la que Kids
se entregaba sobre su tramo final.
Las cosas no se dieron de ese modo. A
nivel argumental, Otro día en el paraíso no ofrece nada nuevo bajo
el sol. Por el lado estrictamente policial, el film apenas califica como
enésima, actualizada, desdoblada y esencialmente rebajada, versión
de Bonnie & Clyde. Temáticamente, nunca llega a aprovechar del
todo el hecho de que sean dos generaciones (dos Bonnies, dos Clydes) las que
se lanzan a la ruta. A la "paternidad" delictiva de Mel sobre
Bobbie le cuesta horrores imponerse. Y no es que esté poco sugerida, sino
que viene de la mano de unos consejos ya demasiado transitados por el
género. En un momento bastante avanzado de la película, alguien le dice al
propio Mel: "Actúas rudo, pero no lo eres". Y sí, esa es la
sensación que deja el personaje de James Woods. Lo que nadie se pregunta
–salvo el espectador– es cómo cuernos hizo entonces para mantenerse
tanto tiempo con vida, libre de las rejas y (en este orden) por encima de
otras barbas, verdaderamente rudas, de la competencia.
Vincent
Kartheiser, en la piel de Bobbie, entona parcialmente con el perfil del
chico al que esa suerte de padre-tío que es Mel lleva, prácticamente en
vilo, por la mala senda. Pero al mismo tiempo no deja de resultar
excesivamente carilindo, delicado, afeminado casi (tiene mucho del primer y angelical Leonardo Di Caprio).
Si de blandezas se trata, hay
que citar la impertinencia de la música incidental (en vena setentista),
que no comenta las acciones tanto como las interrumpe. Y la rutina
pasmosa con que los tópicos (sexo, droga, "rocanrol" delictivo)
desfilan por la pantalla. Puede verse, por ejemplo, cómo las combinaciones
más pesadas (en cantidad y calidad) de drogas no impiden que nuestros
personajes, al tocar la cama, caigan mansamente dormidos. Resulta cuanto
menos curioso que un embarazo, y la cuestión de si tener o no tener, se
discuta y se resuelva en una sola discusión fugaz (no más creíble, por
otra parte, que la que podría montar en escena cualquier telenovela). ¿Y qué
decir de aquellas clases de tiro en las que Mel le dice a Bobbie que hay que
considerar al revólver como "una extensión del brazo"? Eso se ha
dicho en muchas, demasiadas ocasiones, Larry Clark.
Hasta la cámara en mano, que es casi
constante, parece llegar a destiempo. En fin: otro de esos policiales contracturados,
rutinarios (¡hoy en día se los tiene por "correctos"!), que
zafan del espanto pero no sacian ninguna expectativa que se precie. Es
cierto que de la moralina de Kids ya no queda ningún vestigio. Pero
en este contexto, ¿a quién podría importarle?
Guillermo Ravaschino
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