Decir que Martin Scorsese es uno de los pocos grandes directores en
      actividad no es novedoso, pero tal vez necesario para eliquibrar la
      balanza frente a quienes piensan que desde que colaboró con Armani ha
      dejado de ser el de antes. Si bien es cierto que ya han pasado diez años
      desde su última obra maestra (Buenos muchachos), hay que remarcar
      que la carrera de Martin no registra un solo bodrio. Todas sus películas
      son, al menos, interesantes. Es que estamos ante un director que controla
      la cámara a su antojo y nos pasea –generalmente al galope– por un
      mundo único con tantas influencias clásicas como marcas de estilo
      propias. Que este rico universo sea conocido por aquel a quien le corra
      cinefilia (¿cinefilina?) por las venas no significa que Scorsese
      se repita hasta el hartazgo, ni mucho menos. Prueba de ello es Pandillas
      de Nueva York, un blockbuster hollywoodense en el que nos lleva
      por rumbos nuevos, aunque con el mismo automóvil. Allí están la sangre,
      la violencia, la traición, la mafia, la religión y las calles, filmadas
      a lienzo completo y con mano frenética.
      En la New York ardiente de 1860, Amsterdam (Leonardo Di Caprio) se
      enrola en la pandilla de los Nativos que lidera Bill El Carnicero (Daniel
      Day-Lewis, un "De Niro" magistral), asesino de su padre y del
      que llega a convertirse en "mano derecha", con secretas
      intenciones de venganza. En el camino conoce a Jenny (Cameron Diaz),
      carterista profesional y protegida de su nuevo jefe, de la que se
      enamora.
      Scorsese enlaza dos historias: la de los protagonistas y la de Nueva
      York. La ciudad, como el país, vive en estado de ebullición. La guerra
      civil acumula muertes por segundo y refuerza el racismo de la población.
      Millones de inmigrantes desembarcan en el puerto. Una gran cantidad es
      reenviada al mar con destino al campo de batalla. Y el resto se divide en
      cientos de pandillas, representantes de la multiplicidad de minorías que
      conviven (y combaten) en la ciudad.
      El ojo scorsesiano se cierra alrededor de Cinco Esquinas, un
      sector de Brooklyn al que va a parar el protagonista junto a tantos
      recién llegados. Vale la pena aclararlo, porque muchos han caido en el
      error de cuestionar la película por la ausencia de
      fábricas y obreros, como si el director postulase que la ciudad fue
      fundada sólo por pandillas salvajes y políticos traicioneros en busca de
      votos. Como siempre, a Scorsese le interesan los descarriados, los
      marginados, los fuera de la ley. Por eso ubica su cámara en ese
      micromundo de pobreza y delincuencia a punto de estallar. Lo que vemos es
      el universo de los protagonistas, un lugar aislado y ciego a los tiempos
      que se vienen. Y a esta lograda estrategia se debe ese final sorprendente,
      sobrecogedor. La sorpresa se produce mediante el escamoteo de todo lo que
      escapa a la inmediatez de los protagonistas, es decir, la Historia:
      compartimos el desconcierto y la desesperación de los personajes por
      haber sido llevados a acompañarlos durante todo el film.
      El gran homenaje de Pandillas... a Un tiro en la noche
      (John Ford, ....) llega distorsionado. Su mirada no es tan abarcativa como
      la de aquella obra maestra; no hay abogados, doctores, ni maestros entre
      los pandilleros, así como no aparece sociedad que no fuere la de
      las pandillas. Este es un mundo callejero. Y ya que estamos, no habría
      que dejar de mencionar el guiño de Scorsese a Eisenstein cuando la turba
      invade la mansión y la cámara nos pasea delante de la estatua del león
      rugiente. Signos (ni más ni menos) del lugar desde el que Martin nos hace
      vivir su película.
      Políticamente, el film es muy audaz y –pese a las diez nominaciones–
      no del todo oscarizable. No sólo por mostrar el lado oscuro de
      Nueva York, de la Guerra Civil, de los políticos y de los Estados Unidos
      de aquella época, sino por su visión del presente (no vi una maniobra
      publicitaria en el plano final de las Twin Towers). Al hacer correr
      el tiempo hasta nuestro siglo, la película cobra actualidad. Y el
      mónologo de El Carnicero envuelto en la bandera yanqui, diciéndole a
      Amsterdam y al espectador que "el miedo es lo que mantiene el orden
      de las cosas", junto a las fastuosas imágenes de la masa racista
      enardecida y el posterior auto-ataque americano, dejan una mirada
      profundamente crítica.
      El formato de entretenimiento titánico de Pandillas de Nueva
      York no le impidió a Scorsese lograr lo que sus admirados directores de
      los años ’50: que el subtexto sea más importante que la trama
      principal. Aprovechando todos los elementos narrativos, las posibilidades
      escenográficas y los efectos visuales más deslumbrantes, pero sin
      resignar su estilo y enfoques, Scorsese ha realizado una muy
      buena película. Despareja, tal vez, pero llena de ideas y secuencias
      monumentales. No debería menospreciársela.