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PELUCA Y MARISITA

Argentina, 2001


Dirigida por Raúl Perrone, con Iván Noble, Gabriela Canaves, Matías Scarvacchi, María Lorenzuti, Gerardo Bamonde, Karina Noriega.



A Peluca y Marisita le cuesta arrancar. Debe haber sido grabada en algún formato más o menos decente de video, pero la copia de proyección (por lo menos en el cine Cosmos, una de las dos salas que la exhiben) semeja un VHS gastado, con lo que se complica discernir casi cualquier cosa que no sean rostros en primer plano. Y no todos son primeros planos en este nuevo largometraje de Raúl Perrone.
A Iván Noble, el cantante de Los Caballeros de la Quema que debuta como protagonista con el rol de Peluca, también le costó. Con muletillas y reiteraciones zanjó buena parte de las dificultades que presuponía este desafío actoral, pese a que daba con el perfil del rol, ese pibe (ya crecidito) de barrio llamado a entrar en crisis por las consecuencias no buscadas de un romance y de la miserable situación económica. Hay que decir que ese pibe, no obstante, se irá imponiendo con el transcurso del metraje. El hecho es que estas y otras deficiencias apuran el anticlímax de Peluca y Marisita cuando se unen a una inverosímil secuencia de coito, en la que Noble, acaso por una limitación "de contrato", fornica a Gabriela Canaves (en el papel de su novia Marisita) sin sacarse siquiera los pantalones. Afortunadamente, en este primer tramo ya gravita un interesante trabajo de cámara y encuadre que ayuda a que la historia, pese a todo, fluya.

El tono y la trama son más o menos los de siempre en Perrone: una especie de costumbrismo realista sobre la cotidianidad de la juventud plebeya que habita la patria chica del director (Ituzaingó y alrededores, en el Oeste bonaerense). En la ocasión se incluye subtrama animada por la mamá de Marisa, harta, como su hija, de la asfixiante convivencia en una casa destartalada: la hija se la pasa mirando televisión; la madre no deja de penar, unas veces a los gritos, por ese destino tan otro del que ambicionaba cuando "la mando a estudiar" (práctica que la muchachita abandonó prematuramente) para que se forjara un futuro. Esta suerte de vida-rutina, vacía, oxidante, también aparece por el lado de Peluca, desempleado, abocado a genéricas charlas al pie de botellas de cerveza o al compás de algún estupefaciente –se supone, merca– del que no hay mayores evidencias, aunque se lo intuye presente. Estas vidas en el limbo, estas existencias que parecen condenadas a rodear un punto fijo son, precisamente, la leña que alimenta el fuego de la película. Surge así una mirada sobre la alienación (más que marginación, incluso) a la que el estado de las cosas, el "sistema" o como quieran llamarle, condena a una enorme porción de la juventud. Es una mirada no poco trágica, pero genuina, atendible, y también se impone con el correr de la cinta.

El argumento podría haberse pulido más. Es confuso el punto de partida: un paquete con cinco kilos de cocaína que cae sin aviso en manos de Peluca, y con el que no sabe qué hacer. En todo caso, hubiera sido preferible que hiciera cualquier otra cosa que salir corriendo junto con su amigo al oír unas sirenas, dejando el botín ahí, muerto de risa. Esta y otras actitudes (como entregar un Fairlane ‘73 por moneditas al primer postor) erosionan su estampa, complicando la siempre deseable identificación del espectador.

Quizá lo más importante sea que Peluca y Marisita va de menor a mayor. Porque los aciertos (los encuadres, ciertos climas, esa mirada trágica) van sacándole ventaja a las debilidades hasta que al final dejan un sabor que no podía dejar de ser amargo, pero que también resulta bastante suave y melancólico. Es decir, emotivo. Y emocionar con cuatro mangos (que eso debe ser lo que costó) es otro mérito de Peluca y Marisita.

Guillermo Ravaschino      


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