"No le cantéis a la rosa, hacedla florecer en el poema." Eso
sugería Arthur Rimbaud. Lenta, y todo indica que irreversiblemente, Eliseo Subiela ha ido dando
vuelta el aserto del escritor francés. El título que nos convoca amaga
con retomar el hilo de Hombre mirando al sudeste, pero se encuentra a años luz de
aquél y excepción hecha de Despabílate amor, en la que Subiela sucumbió
felizmente a ciertas ligerezas del entertainment marca el punto culminante
de unos experimentos signados por la idea de que alcanza con recitar un poema, declamar un
sentimiento o subrayar una metáfora para impregnar a la pantalla grande con las emociones
de la letra escrita.
El personaje central de Pequeños
milagros es una chica que trabaja en un
supermercado y está convencida de ser un hada, y recayó en Julieta Ortega. Rosalía tiene
27 años, es virgen e incansable bebedora de jugo de naranja. Sus poderes exceden a los de
Rantés (Hombre mirando...), ya que al don de la telekinesis suma la capacidad de
corporizar objetos a su antojo, y a esto siempre lo canaliza en modestos obsequios para
los desamparados. Pero Rosalía no puede utilizar esos poderes en su provecho (¿dejaría
entonces el supermercado?) y, aunque jamás siente atracción genuina por un hombre, la
obsesión de la maternidad va ganándola progresivamente. La única metáfora
no literaria que se
permite el film muestra a Rosalía observando
embelesadamente... un huevo.
De una punta a otra Pequeños milagros busca
torpe y denodadamente las credenciales de parábola de la comunión universal, del
desprendimiento. Esta empresa encuentra en el lugar común a la primera de sus malas
artes. Casi todos los personajes se la pasan elevando la vista al cielo para agradecer,
con tan cansina genuflexión que semejan un absurdo ejército de deudores pusilánimes.
Rosalía le agradece a Dios por haberla hecho hada, don Francisco (Paco Rabal) y Susana
(Mónica Galán), dos ciegos a los que la protagonista les lee libros en sus ratos libres,
agradecen la no videncia como un don supremo, que les permite "ver adentro".
Esta suerte de franciscanismo recalcitrante hace techo en la protagonista, que
celebra cada tragedia de este mundo porque da ocasión para ejercer el bien. Los regodeos
miserabilistas parecen responder al curioso objetivo sentimental del film: contagiar esa
felicidad ridícula fundada en la tristeza del estado de las cosas.
Subiela empezó con los homenajes explícitos a la
poesía inmediatamente después de su película más poética: Hombre mirando al
Sudeste (1986). Un montón de personajes cacareando sones de Oliverio, Benedetti o
Gelman capitaneó, a partir de entonces, una degradación poética de su cine que avanzó
pareja con los ímpetus homenajeantes. Pequeños milagros se suma a esta
tendencia desde su pasmosa literalidad, que no está tanto en las alas de Rosalía
que las tiene, y enormes como en la declamación lisa y llana de cada uno de
los temas de la película. Una tarea de la que Subiela ha relevado a las imágenes para
encomendársela a las palabras: unos recitan poemas en voz alta, otros discurren acerca de
la soledad terráquea en el Universo (Santiago, el joven que anima Antonio Birabent, a
falta de interlocutor humano lo hace frente a un perro Bassett). Otros, en fin, aseguran
que la gente es buena pero que no encuentra la forma de demostrarlo.