En el horizonte
cinematográfico de fines de los '90 y principios del 2000, una nueva
generación de directores (mal llamada en sus inicios “nuevo cine argentino”)
renovó en términos estéticos y temáticos una década viciada por el peor
costumbrismo, el anquilosamiento temático y una carente audacia narrativa.
La búsqueda de nuevos códigos estilísticos y la desestructuración de un
realismo obsoleto dio como resultado una identidad emparentada directamente
con la antológica "generación del '60", que también había activado un cambió
enérgico dentro del panorama nacional.
Dentro
de este marco Carlos Sorín estrenó Historias mínimas (2002), film que
estaba en relación con las producciones de la nueva “generación del '90”.
Pero su creador, si bien compartía interrogaciones estéticas, no era
parte de dicha generación sino anterior a ella. Su opera prima La
película del rey data de 1986, y le abrió las puertas para rodar con
capitales norteamericanos (de ahí su paso en falso del '89, Eterna
sonrisa de New Jersey). Luego sobrevino un silencio (llámese cine
publicitario) de trece años que culminaría en 2002 con un consenso de
crítica y público, además de la acumulación de premios a nivel nacional e
internacional.
El
perro sigue a
rajatablas la propuesta de Historias mínimas. Sorín ubica la historia
de Juan Villegas y su perro Bombón en la Patagonia, como lo hiciera con sus
tres películas anteriores. Un paraje desolado, de largos recorridos
ausentes, donde el tiempo parece detenerse tras un silencio sepulcral.
Rasgos que se hermanan con las criaturas que suele moldear el director:
personajes cotidianos, solitarios –pero no por opción– que buscan con
timidez una compañía para aplacar la soledad. Las supuestas trivialidades y
los encuentros (casuales o no) son precisos dentro de la propuesta. Los
devenires en la vida de los personajes se muestran como infinitos pliegues
que esquivan todo determinismo. El destino, si bien incierto, nunca es del
todo pesimista. Le Chien (posteriormente Bombón) es algo más que un
compañero de viaje; es una fuente de trabajo para un desocupado de cincuenta
y tantos años que se las arregla vendiendo cuchillos artesanales. Sorín
parece haber encontrado su lugar en el mundo y allí desplaza sus piezas con
un infinito amor (algo no tan común en el cine actual).
Lejos
del pintoresquismo, fuerte tentación de los paisajes del sur, la película
toma energía de su protagonista y de la empatía que contagian sus aventuras.
Como don Galván (protagonista de La mecha), Juan Villegas se plantea
como un prototipo altruista caído en desgracia pero no carente de esperanza.
El hecho de ser un actor no profesional lo hace aun más diáfano y lo acerca
más a una puesta hiperrealista que se hace deudora tanto del cinéma
vérité como del clasicismo (el uso de la música, de la estructura
secuencial y de la puesta de cámara en favor de la emoción y el sentimiento
así lo sugieren).
El cine
de Sorín no se basa en grandilocuencias o efectismos; es un largo
peregrinaje que encuentra en las pequeñas anécdotas, casi efímeras, su razón
de ser. Pero aquí la anécdota ya prefigurada en Historias mínimas es
el centro absoluto del relato. Lo que antes era un abanico de personajes que
se entrelazaban "equitativamente" ahora se reduce a las figuras de Villegas
y Donado (un amaestrador atractivo pero algo estilizado), que
funcionan a modo de contrapunto. Esta apuesta a la linealidad gana en la
identificación y el delineamiento de los personajes, pero el guión resulta
un tanto forzado y pierde el dinamismo que ejercían los diferentes puntos de
vista en Historias mínimas. El humor continúa siendo utilizado para
borrar esos atisbos de solemnidad que suelen teñir los relatos denominados
humanistas.
Sorín
apuesta a la sencillez (eliminando todo simbolismo) y sus historias se
instalan en un universo amable que tiende a resultar ingenuo por su
liviandad. El perro no sólo no desafía estas características; las
profundiza. No hay cuestionamientos (pese a algunas insinuaciones) hacia los
personajes sino la actitud de focalizar sobre el futuro de cada uno de
ellos. Un mundo que se va creando y definiendo a lo largo de los caminos
desérticos del sur.
Bruno Gargiulo
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