Todo empieza cuando a Washington Bellamy (Ted
Danson), un apasionado profesor de ciencias, se le ocurre igualar el kilometraje que
separa a la Tierra de la Luna en su viejo Pontiac Chief de la década del 40. Esto sucede
en el verano de 1969, cuando Neil Armstrong está a punto de apoyar sus pies sobre el
satélite, y al auto de Bellamy le faltan 2 mil kilómetros para alcanzar los 400 mil. Dos
mil kilómetros, precisamente, es la distancia desde la casa del profesor hasta Spires of
the Moon, el sugestivo paraje hacia el que pone proa (¿capot?). Su idea es arribar allí
para el momento en que los astronautas alunicen. También están la mujer de Bellamy (Mary
Steenburgen), una agorafóbica que no ha puesto un pie fuera de su casa por más de siete
años, y el hijo de ambos (Ryan Todd), que encarará la ruta junto a su padre.
Un largo trecho de la película juega con el montaje alterno acaso el más
vigente entre los centenarios mecanismos cinematográficos entre las vicisitudes de
la misión Apollo y el periplo del profesor. La rigurosa manipulación de las imágenes de
archivo, y sobre todo su muy precisa inserción, le insuflan a la ocurrencia de Bellamy
casi el mismo relieve documental que goza la aventura de los astronautas. Pero lo más
notable es que Medak logra sostener un relato riesgosamente metafórico sin recurrir ni
una sola vez a las tristemente célebres apariciones del llamado realismo mágico.
El Pontiac del profesor no se eleva sobre las nubes ni se posa sobre la superficie lunar.
Vemos los actos de Bellamy. Sus sueños, en todo caso, aspiran a expandirse en la
imaginación del espectador; jamás a sustituirla con torpeza.
Pontiac Moon es una película chiquitita y entrañable. Pero la mayor
parte de su fuerza proviene de un movimiento interno que es propio de las grandes
obras. La aparente subtrama vale decir el viaje de Bellamy en sí, no su
condición de parábola termina constituyéndose en el motivo central del film. A la
movilidad que aportan las carreteras se suma la de Steenburgen, que dejará su
"cueva", y la del propio Bellamy, a cuya simpatía inicial, lejos de rendirle
culto, Medak la va desnudando hasta exhibirla como la contracara de importantes
limitaciones afectivas. Al Pontiac Chief, en un principio resplandeciente, un cambio de
motor y otros zarandeos también se encargarán de bajarlo del pedestal. Y las razones
profundas de las fobias de la señora saldrán a luz durante el trayecto, con lo que no
quedará un cabo sin atar. Ryan Todd, por su parte, confirma la importancia del physique
du rôle en los actores-niños. En otras palabras: está perfecto... y no parece actuar.
La emoción, que asoma en casi todos los recodos de esta fábula, también convierte en
tolerables a las simpatías políticas que exterioriza Bellamy fanático incurable
de John Kennedy y hace de su recalcitrante positivismo el más simpático de los
rasgos