Sobre la laguna serena de
un profundo valle paradisíaco flota un templo que refugia a un maestro
ermitaño y su discípulo. En sus correrías, el Discípulo niño ata al cuerpo
de varios animalitos sendas piedras que les impiden desplazarse con
facilidad, divirtiéndose con esta agresión a la naturaleza. El Maestro lo
castiga, ordenándole que libere a sus víctimas de su peso, pero si alguna de
ellas hubiera muerto, él cargaría esa piedra sobre su corazón durante toda
su vida. La película narra de qué manera ese niño cumplió el karma que él
mismo se había señalado.
Es curiosa
esta elección de Kim Ki-duk por la variante mística y lírica para hablar de
su tema siempre presente: la violencia del hombre y de las relaciones
humanas. Es llamativo también que Primavera, verano, otoño, invierno… y
otra vez primavera sea la primera película del talentoso realizador
coreano estrenada comercialmente en Argentina, donde algunas de sus obras
anteriores pudieron verse exclusivamente en el ámbito del Festival de Cine
Independiente de Buenos Aires o en copias en CD que atesoran sus fans.
Indudablemente, los premios en Berlín, San Sebastián y Locarno colaboraron a
su difusión, algo que las también premiadas La isla y Bad Guy
no habían logrado. Aun así, su estreno venía postergándose por meses, como
si las distribuidoras todavía no creyeran que el cine coreano y
particularmente Kim Ki-duk hayan creado su particular público.
Kim recurre
en esta oportunidad a la tradición oriental y realiza una película imbuida
de budismo, cada una de cuyas escasas líneas de diálogo contiene una
enseñanza, aunque no es necesario ser un especialista para comprenderla.
Narra el camino del discípulo junto al hombre sabio, que es consultado por
quienes han perdido la salud; él se encarga de curarles el alma, para así
sanar su cuerpo. Como en la naturaleza, el proceso de aprendizaje es
cíclico, y atraviesa diversas estaciones: el encuentro con el dolor, la
pérdida de la inocencia, el nacimiento de la sexualidad y el instinto de
posesión, la aceptación de la caída, la purgación y la ascesis. Todo este
camino de iniciación puede leerse también como un proceso alquímico, por el
cual se accede a la purificación e iluminación: la materia prima debe llegar
al estado de negritud o ennegrecimiento y putrefacción, para atravesar
después las fases de blanqueamiento y purificación a través de los cuatro
elementos, hasta que esa materia transmuta al estado de perfección o
sublimación.
Kim decidió que
las distintas etapas evolutivas del protagonista –separadas entre sí por una
decena de años– estuvieran interpretadas por distintos actores, reservándose
para sí mismo la fase final de superación y dominio del cuerpo en soledad.
El film entonces habla acerca de la evolución personal, de la
circularidad temporal, sobre la marginalidad y de cómo la violencia subyace
en las formas menos pensadas.
Obviamente, esta película sería una variación de La
isla, que también transcurría íntegramente sobre el agua, donde también
los personajes se retiraban a distintas viviendas flotantes para apartarse
del mundanal ruido, y donde la violencia era mucho más evidente que aquí,
aunque en ningún momento deja de estar latente. Incluso su habitual
misoginia, si bien se reitera, parece apaciguada.
Los personajes
de Kim son gente de pocas palabras. Como él ha manifestado en alguna
entrevista, han sufrido alguna herida muy profunda, una decepción muy grande
ha matado su fe y su confianza, y la violencia es para ellos un medio de
comunicación. Esas escenas de violencia –a veces vuelta hacia los mismos
ejecutantes– son las más expresivas del film, que por momentos puede
distraernos, engañarnos, subyugarnos con un enorme placer visual.
Kim proviene de la pintura, y
con su fotógrafo Baek Dong-Hyun concibe cada plano como una obra pictórica,
tanto en el aspecto compositivo como en el cromático. Logra imágenes de tal
belleza que puede resultar abrumadora, y es evidente su búsqueda de la
imagen perfecta, su deseo de impactar.
Frente a esa
escasez de diálogos, en este film dominado por lo visual las imágenes
resultan por demás elocuentes. Inscriptas en la tradición de la estampa
oriental, sobre todo la japonesa, sus composiciones reflejan la comunión
entre hombres y animales, sugieren la apertura de la percepción y por
consiguiente del alma, la necesidad del centro, la reencarnación y la
irreversibilidad del destino.
Deberemos
esperar a conocer el último opus de Kim, Samaritan Girl, presentado
en varios festivales, para saber si
retoma el estilo más enconado y
brutal de las ya mencionadas, de Domicilio desconocido y Birdcage
Inn, que lo consagraron como uno de los mejores directores del nuevo
cine oriental, o si Primavera, verano, otoño, invierno… y otra vez
primavera significa en su filmografía el inicio de una etapa más
didáctica y concesiva.
Josefina Sartora
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