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¡QUE VIVAN LOS CROTOS!

Argentina, 1992



Documental diirigido por Ana Poliak.



La sola enumeración de las taras que enturbian a la mayor parte de los documentales, y que la realizadora argentina Ana Poliak supo esquivar hábilmente, bastaría para bienvenir a ¡Que vivan los crotos!, film que parece conjugar idénticas dosis de inspiración y dominio del medio cinematográfico.

Nuestro –digamos– personaje central es don Américo "Bepo" Ghezzi, un linyera septuagenario de la localidad de Tandil, sitio que abandonó un día para vagar sin rumbo. Treinta años después regresó y supo que nadie lo había olvidado. Poliak, que es montajista desde hace largo rato, siguió el ritmo de la respiración emotiva de las imágenes. Cada una de las personas que mastican viejos recuerdos tiene en pantalla el tiempo que se merece, lo que incluye varias veces un original, adecuadísimo antes-y-después de lo que generalmente se considera "metraje útil". Vemos los titubeos, el nerviosismo, la gimnasia preparatoria y hasta la reflexión ulterior que son el marco de las palabras y que los propios viejos –acostumbrados ellos mismos al montaje documental típico– jamás pensaron que engrosarían el producto definitivo. Es una suerte de documental dentro del documental, genuina cámara oculta que confiere a las tomas una vibración adicional: el testimonio, que no se supone actuado pero siempre conlleva una pizca de impostación, contrasta con esos tramos de espontaneidad plena. En el futuro cabrá desarrollar este recurso de exploración viva aun más estructuralmente.

El silencio tiene en ¡Que vivan los crotos! una dimensión semejante a la que le conceden las partituras clásicas: ocupa el tiempo que ningún sonido –especialmente ninguna palabra– debería contaminar. Un silencio que abre las puertas al trabajo emotivo del espectador, en la medida en que lo invita a evocar sus propias imágenes y recuerdos. La pantalla, en tanto, ya habrá saltado del primer plano a un pedazo de pampa yerma, o a una estrella, o a un riel. Las combinaciones de Ana Poliak son la feliz contracara del pleonasmo (esa fiera costumbre de ilustrar las palabras con imágenes): abren el juego a la participación efectiva del público. Las dramatizaciones, que las hay (linyeras jóvenes que expresan el pasado de quienes hablan), son breves, mudas y están sanamente despojadas de toda ínfula "argumental".

Bepo se constituye en protagonista de una manera singular. Las palabras de sus amigos son tanto o más importantes que las de él para delinearlo. El, a su vez, es más que nada una suma de recuerdos y sensaciones que remiten a otras imágenes y personajes. A la planicie, a la soledad, a la trocha. También al Francés, un personaje cuya existencia es puesta en duda por los amigos de Bepo, pero al que éste cita una y otra vez como infatigable compañero de andanzas, imponiéndolo como una suerte de coprotagonista en off. El verbo crotear, en la acepción que le es dada aquí, ha de ser de los más profundos. Implica saciar apetitos de libertad al margen de la explotación laboral, pero también de las otras gentes. La soledad de la libertad es el gran tema no declamado de la película. Lo más curioso –y acaso la punta de iceberg del futuro de Poliak como directora de ficción– es que estos ancianos vienen a actualizar vigorosamente la añeja cuestión del Héroe: esta dignidad sin bienes ni raíces, esta plenitud que sólo reclama una pampa, una huella, un cielo abierto para constituirse tiene mucho que ver con la materia que, aquí y allá –especialmente en el Lejano Oeste–, forjó paladines inoxidables. Esos que hicieron asco de la rutina social y las compañías anestesiantes para embarcarse en el compromiso que, tarde o temprano, pone a cada cual frente al sueño que lo desvela. Que vivan ellos.

Guillermo Ravaschino