Los que me aman tomarán el tren está claramente estructurada en dos
partes.
La primera marcha sobre
rieles, no porque esté "muy bien" sino literalmente, ya que nos
permite presenciar el viaje en tren de los parientes y allegados de
Jean-Baptiste, el viejo pintor cuya muerte dispara la trama. Del difunto apenas
sabemos lo necesario: que ya no está, que su testamento (como el título
del film) exhortó a los que lo hubiesen querido a subirse a un vagón con
rumbo a Limoges, la ciudad en cuyo cementerio Jean-Baptiste quiso que sus
huesos reposasen para siempre. Así ocurre.
Mientras el féretro
viaja por auto, los parientes y amigos del muerto van en ese tren que acuna
todos y cada uno de los aciertos del film dirigido por Patrice Chéreau.
Pienso por un lado en la fotografía: pocas veces un sol de la mañana
ingresó con tanta decisión en un largometraje como el que aquí se filtra
por las ventanas del convoy. Cualquiera que haya tomado alguna vez un tren
medio dormido podrá reconocerse en estas imágenes. El montaje
acompaña. Y hay un trasfondo emocional, existencial, no poco paradójico,
en el hecho de que estas almas, casi todas jóvenes, inviertan tanto tiempo,
y atraviesen tantos kilómetros, para poner a un anciano bajo tierra. La cámara nos
zarandea entre uno y otro grupo de interlocutores, y nos va poniendo en
autos: tal es el novio de cual (tal y cual son varones homosexuales);
Fulana es la pareja de Mengano; Zutano tuvo cierta historia con el
muerto (iconoclasta y bisexual). Así es la vida, parece decir Chéreau, y de
momento uno lo escucha. Le da crédito.
Uno también quiere saber
algo más.
La segunda parte, larga y
tanto más hablada que la primera, transcurre en Limoges. Primero en el
cementerio, y después en una casona que fuera propiedad del muerto y a la
que los que lo fueron a sepultar usan de refugio para pasar la noche. Esta
casona quiere ser la caja de resonancia de conflictos hondos y
trascendentales. Sin embargo, uno se empieza a aburrir. En parte porque
las palabras no reconocen una unidad (explícita o implícita) que
contribuya al crecimiento de los temas. El absurdo de la muerte (y de la
vida), la elección de una sexualidad a contrapelo de los genitales (casi
todos acaban siendo por lo menos "medio gays"), las barreras
afectivas, entre muchos otros tópicos, son una y mil veces aludidos de
refilón por criaturas que ponen cara de estar diciendo cosas
importantes. Pascal Greggory (El tiempo recobrado) es el que más
exagera y, por lo tanto, el candidato puesto para saturar ya desde la etapa
ferroviaria. Pero hasta a Jean-Louis Trintignant (como el hermano del
muerto) se hace difícil digerirlo.
Por otro lado, y en este
contexto, cada homosexual, travesti, culo y teta que se muestra tiene algo
de gratuito. De compañía artificial, o cuanto menos ampulosa, de todas
esas palabras que no se sabe de dónde vienen, ni hacia dónde van.
Guillermo Ravaschino
|