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EL RASTRO
(The Tracker)

Australia, 2002


Dirigida por Rolf de Heer, con David Gulpilil, Gary Sweet, Damon Gameau, Grant Page, Noel Wilton.



Corre el año 1922 en Australia cuando tres hombres blancos, guiados por un rastreador que es oriundo del lugar pero participa del universo de los dominadores, salen en busca de un fugitivo y con ellos va la película, que se concentra en el modo de relacionarse de los tres hombres blancos con ese personaje al que tratan como un esclavo pero del que depende su orientación. El problema es que uno termina de ver esta película y se pone a pensar en cuánto debe extrañar David Gulpilil a Peter Weir. A decir verdad, somos nosotros quienes extrañamos ese vínculo que permitió parir una obra maestra como La última ola hace ya casi 30 años y dar a conocer el cine australiano al mundo. Con la idea de los cines nacionales en retirada por diversas razones, El rastro se muestra a priori como una propuesta atractiva porque nos permitiría asomarnos a una geografía y una historia –o lo que queda de ellas una vez sometidas al proceso de transfiguración dramática– más bien alejadas de nuestra cotidianidad. Más aun si tenemos en cuenta que el anterior largo del director de El rastro puede encuadrarse dentro de lo que convencionalmente se conoce como documental. A propósito de su proyección durante el XXII Festival de Mar del Plata, Mex Faliero escribió lo siguiente: “Ten Canoes fue una graciosa manera de ir despidiéndose del festival. Rolf de Heer y Peter Djigir crean un objeto extraño: por un lado su película parece un falso documental sobre una tribu indígena, plagada de lugares comunes y con resoluciones de puesta en escena vulgares. Sin embargo de tan chapuceros que son algunos momentos, uno no sabe si en verdad se trata de una parodia a los documentales de National Geographic. De ser así estamos ante un film desprejuiciado, repleto de gracia y libertad expresiva. Ten Canoes es candidato a la subvaloración eterna”.

Las dudas sobre la valía de esa película que sembraba Faliero en su cobertura para Zona Moebius acaso no sean extensibles a toda la obra de este holandés criado en Sydney que ya lleva realizados unos 15 films, pero se confirman y profundizan a la luz de este último. El rastro es una película bienintencionada, pero irrelevante y pobre por varias razones. Una de ellas hace a las expectativas con que un espectador de cine más o menos enterado acude a verla y tienen que ver con el protagonista escogido por el director. El mencionado David Gulpilil es una figura mítica del cine australiano por su ascendencia nativa y ese aire suyo de chamán y bufón que Peter Weir tan bien plasmara en su película de 1978 con Richard Chamberlain sobre los traumáticos efectos del colonialismo en Oceanía. De Heer hace lo mismo pero lo hace mal. No sólo contrata a Gulpilil, sino que trata el mismo tema de aquella película. Pero en tanto Weir iluminaba las grietas de la civilización occidental dominante a través de una puesta en escena mítica con elementos propios del cine de terror, de Heer se limita a denunciar la violencia y el maltrato físico infligido con la complejidad propia de una canción de León Gieco. Claro que no hace falta haber visto La última ola o saber quién diablos es David Gulpilil para darse cuenta que el resultado es otra película –y cito a Faliero– “plagada de lugares comunes y resoluciones vulgares” en sentido estético sino moral. Quizás el mejor ejemplo sea esa larga secuencia en que los personajes son presentados con una combinación de primeros planos de cada uno de ellos mientras suena un tema compuesto especialmente para el film que los caracteriza a través de la letra. Lo mismo sucede con las escenas de acción importantes, que en lugar de estar filmadas son sustituidas por dibujos que reproducen el estilo pictórico de las civilizaciones originarias, revelando una incapacidad notable por parte del director para expresarse a través de las imágenes cinematográficas, sean estas documentales o de ficción.

Marcos Vieytes      


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