Corre el año
1922 en Australia cuando tres hombres blancos, guiados por un rastreador que
es oriundo del lugar pero participa del universo de los dominadores, salen
en busca de un fugitivo y con ellos va la película, que se concentra en el
modo de relacionarse de los tres hombres blancos con ese personaje al que
tratan como un esclavo pero del que depende su orientación. El problema es
que uno termina de ver esta película y se pone a pensar en cuánto debe
extrañar David Gulpilil a Peter Weir. A decir verdad, somos nosotros quienes
extrañamos ese vínculo que permitió parir una obra maestra como La última
ola hace ya casi 30 años y dar a conocer el cine australiano al mundo.
Con la idea de los cines nacionales en retirada por diversas razones, El
rastro se muestra a priori como una propuesta atractiva porque nos
permitiría asomarnos a una geografía y una historia –o lo que queda de ellas
una vez sometidas al proceso de transfiguración dramática– más bien alejadas
de nuestra cotidianidad. Más aun si tenemos en cuenta que el anterior largo
del director de El rastro puede encuadrarse dentro de lo que
convencionalmente se conoce como documental. A propósito de su proyección
durante el XXII Festival de Mar del Plata, Mex Faliero escribió lo
siguiente: “Ten Canoes fue una graciosa manera de ir despidiéndose
del festival. Rolf de Heer y Peter Djigir crean un objeto extraño: por un
lado su película parece un falso documental sobre una tribu indígena,
plagada de lugares comunes y con resoluciones de puesta en escena vulgares.
Sin embargo de tan chapuceros que son algunos momentos, uno no sabe si en
verdad se trata de una parodia a los documentales de National Geographic. De
ser así estamos ante un film desprejuiciado, repleto de gracia y libertad
expresiva. Ten Canoes es candidato a la subvaloración eterna”.
Las dudas
sobre la valía de esa película que sembraba Faliero en su cobertura para
Zona Moebius acaso no sean extensibles a toda la obra de este holandés
criado en Sydney que ya lleva realizados unos 15 films, pero se confirman y
profundizan a la luz de este último. El rastro es una película
bienintencionada, pero irrelevante y pobre por varias razones. Una de ellas
hace a las expectativas con que un espectador de cine más o menos enterado
acude a verla y tienen que ver con el protagonista escogido por el director.
El mencionado David Gulpilil es una figura mítica del cine australiano por
su ascendencia nativa y ese aire suyo de chamán y bufón que Peter Weir tan
bien plasmara en su película de 1978 con Richard Chamberlain sobre los
traumáticos efectos del colonialismo en Oceanía. De Heer hace lo mismo pero
lo hace mal. No sólo contrata a Gulpilil, sino que trata el mismo tema de
aquella película. Pero en tanto Weir iluminaba las grietas de la
civilización occidental dominante a través de una puesta en escena mítica
con elementos propios del cine de terror, de Heer se limita a denunciar la
violencia y el maltrato físico infligido con la complejidad propia de una
canción de León Gieco. Claro que no hace falta haber visto La última ola
o saber quién diablos es David Gulpilil para darse cuenta que el resultado
es otra película –y cito a Faliero– “plagada de lugares comunes y
resoluciones vulgares” en sentido estético sino moral. Quizás el mejor
ejemplo sea esa larga secuencia en que los personajes son presentados con
una combinación de primeros planos de cada uno de ellos mientras suena un
tema compuesto especialmente para el film que los caracteriza a través de la
letra. Lo mismo sucede con las escenas de acción importantes, que en lugar
de estar filmadas son sustituidas por dibujos que reproducen el estilo
pictórico de las civilizaciones originarias, revelando una incapacidad
notable por parte del director para expresarse a través de las imágenes
cinematográficas, sean estas documentales o de ficción.
Marcos Vieytes
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