Premiado en el
último festival de Cannes con la Golden Camera (una distinción menor, pero
que ante la floja compencia oficial atrajo mucha atención), Christoffer Boe
debuta como director con una historia de amor esquiva, confusa pero
fascinante entre Alex (Nikolaj Lie Kaas), un joven danés, y una muchacha
sueca con un extraño parecido a su novia (Maria Bonnevie), que se encuentran
y desencuentran a lo largo de veinticuatro horas en Copenhague.
Una voz
al principio nos advierte: “Recuerde, es todo una película. Todo una
construcción. Pero aun así duele.” De esta forma, Boe abreva en la extraña
fascinación que siempre provocan las (buenas) historias de amor, captura la
magia de los momentos compartidos con otra persona, más allá de que sepamos
que nada es eterno y que, una vez consumado el amor, este tiende a
desvanecerse en el pasado. Así, la belleza de la fotografía, las
interpretaciones y los diálogos hacen a un todo embriagante que
redondea una de las mejores óperas primas del flamante siglo XXI (por lo
menos de las que han tenido estreno comercial por estas latitudes).
La
confusa estructura narrativa y algunas derivaciones kafkianas del argumento
acentúan el tono de ese sueño-pesadilla en el que se ve inmerso el
protagonista, que por un lado no puede confirmar si sus encuentros con la
chica son reales, y cuyos amigos y familiares, a partir de esos
encuentros... dicen desconocerlo. No hay muchas referencias a la hora de
rastrear las fuentes de inspiración de Boe, y esto confirma la originalidad
de su trabajo y la frescura de su propuesta. Que, por cierto, está bastante
más cerca de la sensibilidad francesa de un Godard, Truffaut, y hasta
Lelouch, que de sus compatriotas partidarios (o ex partidarios) del Dogma
95, como Von Trier o Vintenberg.
Si
ciertos arreglos formales (como el grano muy marcado en la
fotografía, los mapas de satélite que marcan la ubicación de los personajes
y la escena de sexo con imágenes congeladas y muy luminosas) no estropean el
tono de la historia, momentos como el primer encuentro en la gélida y
futurista estación de subtes y la caminata final hacia la estación de tren
resultan de pura emoción. Y es que Alex, como el Henry Miller de “Trópico de
Capricornio”, sólo quiere conocer –aunque sea por una noche– el placer del
amor total y absoluto, y poder marcharse al día siguiente sin mirar atrás...
aunque sea a través de una reconstrucción.
En
definitiva, un paso adelante en la cinematografía nórdica que esta vez deja
a un lado dogmatismos dudosos y pedanterías varias, y se dedica a cultivar,
y a hacer disfrutar, el placer de las imágenes y las historias.
Juan Alsinet
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