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REGLAS DE COMBATE
(Rules Of Engagement)

Estados Unidos, 1999


Dirigida por William Friedkin, con Tomy Lee Jones, Samuel L. Jackson, Ben Kingsley, Blair Underwood, Guy Pearce, Anne Archer.



La introducción de Reglas de combate revive los gestos más conocidos de las películas sobre la guerra de Vietnam, con el agregado de una novedad formal (cuerpos congelados y en ralenti al ser alcanzados por las balas) algo menos que ridícula y reiterada hasta el hartazgo. Entre el follaje avanza el aguerrido Terry Childers (Samuel L. Jackson) y su inseparable amigo y camarada Hayes Hodges (Tommy Lee Jones, al que le empiezan a costar ciertas caras de "muchachito"). Este cae herido en un pantano y es cercado por el viet-cong. Childers vive una situación inversa a pocos metros de allí, ya que acaba de reducir a un puñado de charlies. Para salvar a su amigo, aprieta a un oficial enemigo ultimando a uno de ellos de un disparo en la sien. El oficial da la orden de retirada, Hodges se salva y la primera pregunta queda flotando: ¿puede fusilarse a sangre fría y transgredirse todas las convenciones (empezando por las de Ginebra) para salvar vidas norteamericanas? Si tienen en cuenta que la primera y la última versión del libreto de este film fueron escritas por el patriotísimo James Webb, ¡ex secretario general de la Armada!, pueden imaginar cuál es la respuesta. Lo que no pueden imaginar es la cantidad de vueltas que dará Reglas de combate antes de desembucharla, ni las muchas y groseras trampas que se guarda bajo la manga.

Claro que el relato no gira en torno de la ejecución ilegal de un viet-cong. Y si se piensa bien, es lógico. Por un lado hace rato que se terminó la guerra fría; por el otro... ¿quién podría preocuparse demasiado por un sucio comunista? No, el sucio comunista es el aperitivo. El plato fuerte de Reglas de combate es una turba de musulmanes igualmente sucios, pero en todo caso más vigentes, más presentes, más palpablemente amenazantes para el "ciudadano norteamericano medio" (la platea, el target). Sí: ese mismo Childers, convertido en héroe y coronel (no así en un viejo), 28 años después es enviado a proteger la embajada de los buenos en Yemen. Lo que la amenaza es una manifestacion de musulmanes iracundos que entonan cánticos reverberantes, monocordes, tenebrosamente hipnóticos (y jamás traducidos). Pues bien, Childers barre literalmente con esa turba. ¿Y qué me dicen si les cuento que al plato fuerte lo ensalsaron elevando nada menos que a 83 el número de víctimas, y lo sazonaron con la inclusión de muchos niños y mujeres entre ellas, y mostrando –con todos los recursos que el cine tiene a su alcance– que Childers efectivamente acribilló a todos esos civiles desarmados? Ahora la pregunta es mucho más audaz. La formularé a mi modo: ¿puede alguien en sus cabales consentir que un marine se bañe tan obscenamente en sangre a seis mil kilómetros de sus fronteras? La respuesta la dará el film, por cierto, pero también una corte marcial, porque Childers es acusado y se desencadena un tortuoso proceso tribunalicio. Obvio que su defendor es Hodges, el del pantano. Reglas de combate es esencialmente una película de juzgado y, en calidad de tal, más opaca aun que en su condición (breve, inicial) de film bélico. Los alegatos conmovedores, las zancadillas inesperadas, las caras y las poses del jurado, los exabruptos de los testigos y hasta unas cuantas frases puntuales de los abogados hacen a un espectáculo espantosamente rutinario.

Me eximirán si no enumero otros detalles del asunto ya que hacerlo me obligaría a revivirlos y ando flojo del estómago. Permítanme en cambio la siguiente digresión. Reglas de combate se parece a lo que habría sucedido si nuestra camarilla militar torturadora (la que gobernó la Argentina entre el '76 y el '83) hubiera decidido blanquearse justificando sus peores crímenes mediante un largometraje de ficción... y hubiera tenido los fondos y los sesos como para contratar a William Friedkin, nada menos que el director de El exorcista y Contacto en Francia (por no citar a Cruising, acaso su mejor película), para dirigirlo. Y a Samuel L. Jackson y Tommy Lee Jones, claro está, para interpretarlo (dicho sea de paso: qué bien actúan). Pero no. Videla tuvo –por ejemplo– al director Emiliio Vieyra, una bestia bruta cinematográfica poco útil para cualquier causa.

Los yanquis son mil veces más peligrosos.

Guillermo Ravaschino