| La introducción de Reglas de combate
    revive los gestos más conocidos de las películas sobre la guerra de Vietnam, con el
    agregado de una novedad formal (cuerpos congelados y en ralenti al ser alcanzados por las
    balas) algo menos que ridícula y reiterada hasta el hartazgo. Entre el follaje avanza el
    aguerrido Terry Childers (Samuel L. Jackson) y su inseparable amigo y camarada Hayes
    Hodges (Tommy Lee Jones, al que le empiezan a costar ciertas caras de
    "muchachito"). Este cae herido en un pantano y es cercado por el viet-cong.
    Childers vive una situación inversa a pocos metros de allí, ya que acaba de reducir a un
    puñado de charlies. Para salvar a su amigo, aprieta a un oficial
    enemigo ultimando a uno de ellos de un disparo en la sien. El oficial da la orden de
    retirada, Hodges se salva y la primera pregunta queda flotando: ¿puede fusilarse a sangre
    fría y transgredirse todas las convenciones (empezando por las de Ginebra) para salvar
    vidas norteamericanas? Si tienen en cuenta que la primera y la última versión del
    libreto de este film fueron escritas por el patriotísimo James Webb, ¡ex
    secretario general de la Armada!, pueden imaginar cuál es la respuesta. Lo que no pueden
    imaginar es la cantidad de vueltas que dará Reglas de combate antes de desembucharla,
    ni las muchas y groseras trampas que se guarda bajo la manga.
 Claro que el relato no gira en torno de
    la ejecución ilegal de un viet-cong. Y si se piensa bien, es lógico. Por un lado hace
    rato que se terminó la guerra fría; por el otro... ¿quién podría preocuparse
    demasiado por un sucio comunista? No, el sucio comunista es el aperitivo. El plato fuerte
    de Reglas de combate es una turba de musulmanes igualmente sucios, pero en todo
    caso más vigentes, más presentes, más palpablemente amenazantes para el
    "ciudadano norteamericano medio" (la platea, el target). Sí: ese mismo
    Childers, convertido en héroe y coronel (no así en un viejo), 28 años después es
    enviado a proteger la embajada de los buenos en Yemen. Lo que la amenaza es una
    manifestacion de musulmanes iracundos que entonan cánticos reverberantes, monocordes,
    tenebrosamente hipnóticos (y jamás traducidos). Pues bien, Childers barre literalmente
    con esa turba. ¿Y qué me dicen si les cuento que al plato fuerte lo ensalsaron
    elevando nada menos que a 83 el número de víctimas, y lo sazonaron con la inclusión de
    muchos niños y mujeres entre ellas, y mostrando con todos los recursos que el cine
    tiene a su alcance que Childers efectivamente acribilló a todos esos
    civiles desarmados? Ahora la pregunta es mucho más audaz. La formularé a mi modo:
    ¿puede alguien en sus cabales consentir que un marine se bañe tan obscenamente
    en sangre a seis mil kilómetros de sus fronteras? La respuesta la dará el film, por
    cierto, pero también una corte marcial, porque Childers es acusado y se desencadena un
    tortuoso proceso tribunalicio. Obvio que su defendor es Hodges, el del pantano. Reglas
    de combate es esencialmente una película de juzgado y, en calidad de tal, más opaca
    aun que en su condición (breve, inicial) de film bélico. Los alegatos conmovedores, las
    zancadillas inesperadas, las caras y las poses del jurado, los exabruptos de los testigos
    y hasta unas cuantas frases puntuales de los abogados hacen a un espectáculo
    espantosamente rutinario. Me eximirán si no enumero otros
    detalles del asunto ya que hacerlo me obligaría a revivirlos y ando flojo del estómago.
    Permítanme en cambio la siguiente digresión. Reglas de combate se parece a lo
    que habría sucedido si nuestra camarilla militar torturadora (la que gobernó la
    Argentina entre el '76 y el '83) hubiera decidido blanquearse justificando sus peores
    crímenes mediante un largometraje de ficción... y hubiera tenido los fondos y los sesos
    como para contratar a William Friedkin, nada menos que el director de El exorcista
    y Contacto en Francia (por no citar a Cruising, acaso su mejor
    película), para dirigirlo. Y a Samuel L. Jackson y Tommy Lee Jones, claro está, para
    interpretarlo (dicho sea de paso: qué bien actúan). Pero no. Videla tuvo por
    ejemplo al director Emiliio Vieyra, una bestia bruta cinematográfica poco
    útil para cualquier causa. Los yanquis son mil veces más
    peligrosos. Guillermo Ravaschino
          |