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LAS REGLAS DE LA VIDA
(The Cider House Rules)

Estados Unidos, 1999



Dirigida por Lasse Hallström, con Tobey Maguire, Michael Caine, Charlize Theron, Jane Alexander, Paul Rudd, Spencer Diamond, Delroy Lindo.



La novela de John Irving que el director sueco Lasse Hallström tomó en sus manos contaba con todos los ingredientes para convertirse en una maratón sumamente empalagosa. Por un lado, la amistad teñida de relación paterno-filial entre un joven y un anciano, destinada a resquebrajarse cuando el muchachito hace sus valijas para buscar su lugar en el mundo. Por el otro una historia de amor intenso y desgarrado entre ese mismo joven y una campesina muy hermosa. Si de riesgos potenciales se trata, también hay que contabilizar una puesta en época que nos sitúa en 1943 sobre la geografía de Maine, surcada por las praderas más bucólicas del planeta (como de Sarah Kay), y el hecho de que buena parte de Las reglas de la vida transcurre en un orfanato. Parte del mérito de Hallström y del propio Irving, quien ofició de guionista, pasa por demostrar que la orfandad, la amistad y el amor –y por qué no, las lágrimas– son una cosa y la cursilería, otra.

Y si la línea que las separa siempre resulta tenue, su trazado pasa fundamental, aunque no exclusivamente, por las actuaciones. Aquí tenemos a Michael Caine, uno de los intérpretes más notables de todos los tiempos, que a los 67 abriles parece haber alcanzado la plenitud de sus formas. El doctor Larch, que de él se trata, disfruta como pocos de su trabajo. Tiene a su cargo el orfanato de Saint Clouds, en Maine, poblado de chicos a los que trata como a sus hijos. Cada noche los invita a dormir con las mismas palabras, majestuosamente entonadas: "Buenas noches, príncipes de Maine, reyes de New England...". Caine debe ser el único actor capaz de mover al llanto, y no a la burla, con una frase así. En el más crecido de esos hijos –HomerWilbur Larch puso todas sus expectativas. Y le transmitió cada uno de los secretos de su arte, lo que incluye el cuidado de los infantes, claro está, pero también otra habilidad: el doctor Larch practica abortos seguros a las mujeres que se lo piden. Esta polémica institución nunca se había paseado tan naturalmente por la pantalla. Más bien reacio a las prácticas, Homer confronta con Larch en un tono más adulto –y decididamente más genuino– que el de la mayor parte de los debates televisivos entre "expertos": no se discute la vida y la muerte sino la calidad de vida; el tema no se limita a los bebés ("¿por qué no los llaman fetos?", se exaspera Larch) sino que abarca las expectativas de vida de las madres, de esas madres que ya decidieron abortar. Homer recayó en el estupendo Tobey Maguire (Pleasantville), quien se ocupa de dar por tierra con otras confusiones milenarias: luce tierno, bienintencionado, inocente; nunca despistado, idiota o infantil. Entre Caine y Maguire hay más química que la que supieron conseguir cien parejas estelares de "éxitos hollywoodenses"... ¡y eso que no se besan!

El punto de inflexión se produce cuando Homer, ya veinteañero, cambia el orfanato por una  finca en la que debuta como recolector de manzanas. El anciano sufre por la partida de ese hijo "al mundo". Pero la relación no queda trunca; el montaje alterno y un módico intercambio epistolar la presentizan manteniéndola inconclusa, abierta, en saludable flotación emocional. De eso se trata: Las reglas de la vida es un formidable paseo por las emociones. Que se complementan con la derivada de otro amor, el que irrumpe de la mano de esa actriz tan bella (y parecida a Marylin) llamada Charlize Theron. Candy acelera el movimiento de la nueva vida de Homer de manera exponencial, asomándolo a los conflictos amorosos cuando el chico aún no termina de digerir ese "mundo" que hacía penar a su tutor. Lasse Hallström (¿A quién ama Gilbert Grape?) se da maña para hilvanar estas y otras peripecias (acaso sobra una, que no es dable revelar) con el debido respeto por la respiración dramática. El ritmo es siempre apasible y, a la vez, asombrosamente denso en temas –el aborto, la infidelidad, el incesto– de esos que suelen encauzarse por la vía rápida (y a los gritos).

Vayan, vean... lloren. No todos los días se presenta una oportunidad así.

Guillermo Ravaschino     

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