Parece que esta
película alemana se basa en hechos reales. Para comprobarlo, o al menos para
creer que lo hacemos, bastaría con acudir a Internet u hojear las páginas de
espectáculos de los principales diarios del país, en cuyas críticas
seguramente constará la procedencia no ficticia del nudo argumental,
aclaración que suele funcionar como garantía de seriedad para el espectador
incapaz de darse el lujo de perder su tiempo entregándose al mero placer de
la representación por la representación misma. ¿Por qué no lo hacemos,
entonces, si requiere tan poco esfuerzo de nuestra parte? Por simple, puro y
militante desinterés, ese que el film de
Hans Christian
Schmid inocula en la mirada
desde la primera hasta la última de sus imágenes, pese que intente en vano
lo contrario apelando al recurso de la cámara en mano inquieta, nómade,
cercana a los cuerpos pero ajena a ellos, cuadrada, domestica(dora),
estéril.
Aquello que en Réquiem
algunos verán como virtud es uno de sus principales defectos. Que en este
siglo y de este lado del mundo se filme una película sobre una chica
epiléptica criada en un hogar estricta y obtusamente religioso
a quien se le acaba practicando un exorcismo oficial y que, pese a ello,
dicha película
no caiga en la sátira feroz
o la crítica abierta de la fe, es
algo que pasa por
singular cuando no es otra cosa que un gesto políticamente correcto ("yo
no creo, pero respeto tu creencia"),
acaso un gesto (reflejo) de tolerancia, pero en todo caso nada que asegure
la constitución de un objeto estético valioso o siquiera de un sólido
producto comercial. Réquiem
no es cine, no es ni siquiera un
film, es un lugar
común filmado siempre de la misma manera para no correr riesgo alguno ni
escandalizar a nadie con una toma de posición explícita.
En el primer número de la
edición latinoamericana de Cinema Nuovo (agosto,
1964), revista italiana sobre cine que comenzara a publicarse en 1952 con el
nombre de Cinema, Norberto Bobbio se preguntaba lo siguiente a propósito de
la noción de escándalo y del vínculo que suele establecerse entre público y
película: "¿La
misión del artista no es precisamente romper la costra de las costumbres, la
dura corteza de los prejuicios, las seguridades pacíficas y no conquistadas,
abatir el muro de la presuntuosa sabiduría satisfecha de sí misma, en suma:
ofender nuestros sentimientos más celosos y tenazmente custodiados para
liberarnos de un mundo ficticio y abrirnos los ojos frente al mal que asume
las apariencias del bien, despertando nuevas pasiones antes desconocidas o
acaso adormecidas a la espera de una revelación?"
Dos párrafos más
abajo, este pensador añadía: "Al
espectador que hace valer el derecho del respeto a su propio mundo moral, el
creador del film podría responderle: ¿Tu mundo moral? Es una trama de
mentiras, de convenciones aceptadas por inercia, de ficciones útiles; no
merece ser respetado."
Réquiem
es una de esas ficciones útiles que eluden toda tensión, todo
escándalo, toda incomodidad, todo desafío al punto de vista del espectador
desde el momento en que se niega a exponer abiertamente su punto de vista,
de todos modos contrabandeado a lo largo de
la película.
Porque termina resultando claro que a Schmid no le caen simpáticos el
proceder eclesiástico, la cerrazón familiar propiciada por los padres de la
protagonista ni
el poder con que las inflexiones más tajantes del discurso religioso
enajenan la razón e hipotecan la voluntad del sujeto, pero aunque uno
comparta todas esas opiniones resulta irritante notar el disimulo con que se
las expresa y la escasa relevancia de los recursos cinematográficos a los
que echa mano para hacerlo. El mencionado uso de la cámara en mano es quizás
el más evidente síntoma del temeroso conformismo del film: la reducción del
campo visual que produce en el espectador no responde al deseo de
mimetizarnos con la desesperación asfixiante del personaje, sino a la
calculada decisión de no correr riesgos, de no jugarse ideológica ni
estéticamente. Ateos como Paul Verhoeven o católicos ortodoxos como Mel
Gibson, por citar sólo a
dos directores
contemporáneos antagónicos que tienen
títulos
en cartelera, son capaces de
hacer películas más apasionadas que este agnóstico Schmid, atrapado como su
película entre las ganas de quedar bien con Dios y con el Diablo y, por eso
mismo, incapaz de merecer siquiera esa increíble ficción de género que es el
infierno.
Marcos Vieytes
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