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REQUIEM
(Requiem)

Alemania, 2006


Dirigida por Hans Christian Schmid, con Sandra Hüller, Burghart Klaussner, Imogen Kogge, Anna Blomeier, Nicholas Reinke.



Parece que esta película alemana se basa en hechos reales. Para comprobarlo, o al menos para creer que lo hacemos, bastaría con acudir a Internet u hojear las páginas de espectáculos de los principales diarios del país, en cuyas críticas seguramente constará la procedencia no ficticia del nudo argumental, aclaración que suele funcionar como garantía de seriedad para el espectador incapaz de darse el lujo de perder su tiempo entregándose al mero placer de la representación por la representación misma. ¿Por qué no lo hacemos, entonces, si requiere tan poco esfuerzo de nuestra parte? Por simple, puro y militante desinterés, ese que el film de Hans Christian Schmid inocula en la mirada desde la primera hasta la última de sus imágenes, pese que intente en vano lo contrario apelando al recurso de la cámara en mano inquieta, nómade, cercana a los cuerpos pero ajena a ellos, cuadrada, domestica(dora), estéril.

Aquello que en Réquiem algunos verán como virtud es uno de sus principales defectos. Que en este siglo y de este lado del mundo se filme una película sobre una chica epiléptica criada en un hogar estricta y obtusamente religioso a quien se le acaba practicando un exorcismo oficial y que, pese a ello, dicha película no caiga en la sátira feroz o la crítica abierta de la fe, es algo que pasa por singular cuando no es otra cosa que un gesto políticamente correcto ("yo no creo, pero respeto tu creencia"), acaso un gesto (reflejo) de tolerancia, pero en todo caso nada que asegure la constitución de un objeto estético valioso o siquiera de un sólido producto comercial. Réquiem no es cine, no es ni siquiera un film, es un lugar común filmado siempre de la misma manera para no correr riesgo alguno ni escandalizar a nadie con una toma de posición explícita.

En el primer número de la edición latinoamericana de Cinema Nuovo (agosto, 1964), revista italiana sobre cine que comenzara a publicarse en 1952 con el nombre de Cinema, Norberto Bobbio se preguntaba lo siguiente a propósito de la noción de escándalo y del vínculo que suele establecerse entre público y película: "¿La misión del artista no es precisamente romper la costra de las costumbres, la dura corteza de los prejuicios, las seguridades pacíficas y no conquistadas, abatir el muro de la presuntuosa sabiduría satisfecha de sí misma, en suma: ofender nuestros sentimientos más celosos y tenazmente custodiados para liberarnos de un mundo ficticio y abrirnos los ojos frente al mal que asume las apariencias del bien, despertando nuevas pasiones antes desconocidas o acaso adormecidas a la espera de una revelación?" Dos párrafos más abajo, este pensador añadía: "Al espectador que hace valer el derecho del respeto a su propio mundo moral, el creador del film podría responderle: ¿Tu mundo moral? Es una trama de mentiras, de convenciones aceptadas por inercia, de ficciones útiles; no merece ser respetado."

Réquiem es una de esas ficciones útiles que eluden toda tensión, todo escándalo, toda incomodidad, todo desafío al punto de vista del espectador desde el momento en que se niega a exponer abiertamente su punto de vista, de todos modos contrabandeado a lo largo de la película. Porque termina resultando claro que a Schmid no le caen simpáticos el proceder eclesiástico, la cerrazón familiar propiciada por los padres de la protagonista ni el poder con que las inflexiones más tajantes del discurso religioso enajenan la razón e hipotecan la voluntad del sujeto, pero aunque uno comparta todas esas opiniones resulta irritante notar el disimulo con que se las expresa y la escasa relevancia de los recursos cinematográficos a los que echa mano para hacerlo. El mencionado uso de la cámara en mano es quizás el más evidente síntoma del temeroso conformismo del film: la reducción del campo visual que produce en el espectador no responde al deseo de mimetizarnos con la desesperación asfixiante del personaje, sino a la calculada decisión de no correr riesgos, de no jugarse ideológica ni estéticamente. Ateos como Paul Verhoeven o católicos ortodoxos como Mel Gibson, por citar sólo a dos directores contemporáneos antagónicos que tienen títulos en cartelera, son capaces de hacer películas más apasionadas que este agnóstico Schmid, atrapado como su película entre las ganas de quedar bien con Dios y con el Diablo y, por eso mismo, incapaz de merecer siquiera esa increíble ficción de género que es el infierno.

Marcos Vieytes      


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