Chris Wedge y sus lugartenientes habían logrado con La era de hielo
un film de animación más que atendible. Combinaba elementos de comedia a la
Buster Keaton, sumados a componentes propios del western, como la formación
de un grupo pequeño pero unido frente a un enemigo común, el choque entre
civilizaciones, la contemplación de un paisaje que supera la vista, el viaje
hacia lugares distantes y personajes que esconden muchas más cosas de lo que
parece. Los personajes eran frescos y divertidos, sin encubrir cierta
melancolía, lo que los hacía más nobles y honestos, al fin y al cabo. Todo
esto permitía que ciertas lecciones de vida se digirieran sin problemas. No
era un film sobresaliente, pero sí muy interesante y que provocó gran
expectativa con respecto a Robots, su siguiente opus.
Pues esas esperanzas
se fueron al demonio. Wedge habrá pensado que lo que había hecho con La
era de hielo ya había sido muy atrevido y no debía hacerlo nunca más.
Basta de travesuras infantiles. Mejor portarse como un adulto bien serio que
piensa que los niños son todos estúpidos.
De esta manera, construye una
historia –joven nacido en un pueblo que decide ir a la gran ciudad para
probar suerte pero se encuentra con que las cosas han cambiado y armará una
revolución contra el sistema establecido– transitada unas mil veces. Ese no
es el mayor inconveniente. La era de hielo tampoco ofrecía una trama
innovadora, pero eso no le impedía encontrar ciertas formas de renovación.
Lo realmente problemático es que elige contarla de la manera más
convencional posible, con un estilo que el Disney más atrasado consideraría
ñoño.
Wedge toma como modelo El
espanta tiburones, aquel bodrio de animación producido por Dreamworks,
protagonizado por varias estrellas, destinado a ser un éxito antes de
estrenarse pero sin nada que contar, sin un alma propia. Se olvida de su
anterior producción, de Pixar, de algunos productos Disney (como Las
locuras del emperador) totalmente alocados, de ciertos aspectos de
Shrek, de la mejor animación japonesa (caso El viaje de Chihiro).
Poco es lo que se
puede rescatar de Robots. Alguna que otra escena impactante, cierto
chiste calculado, la animación trabajada al detalle. También cierta
construcción de un mundo compuesto por máquinas, que convierte lo artificial
en natural.
Pero la conexión esperada no
se establece. Los personajes no producen identificación alguna y la
historia, previsible y aburrida, se va cayendo a pedazos, sin importar
cuánto estén desarrollados los rubros técnicos.
Una pena lo de Chris Wedge.
Subestimó el material sobre el que trabajaba, al público al que se dirigía
y, finalmente, a él mismo.
Rodrigo Seijas
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