Todo empieza, sigue y termina medio medio en Rosarigasinos,
la opera prima del argentino Rodrigo Grande.
Luego de 30 años presos, Tito y
Castor (Federico Luppi y Ulises Dumont) salen libres con una idea fija:
recuperar esa maleta que contiene el botín de su último gran atraco.
Pero el objeto, recuperado de las aguas bajas del Paraná, ofrece un
pálido reflejo de lo que ansiaban: barro, limo, algas, ni la sombra de un
billete.
A esta altura el film ya tuvo tiempo
de sentar algunas de sus bases. De la vieja y típica barra de amigos
apenas uno, el Gordo (Francisco Puente), mostró la cara. Los demás –Frugoni,
Ariel, el Negro, Montenegro y otros– se perdieron en destinos
imprevistos o, lo que es peor, ni se calentaron por reencontrarse
con nuestro par de chorros liberados. A esta circunstancia la usa Rosarigasinos
para destilar muy tibias dosis de crítica social. De Ariel, que había
sido punga y ahora se desempeña como concejal, alguien dice:
"tenía el oficio". De Frugoni, que aspiraba a navegar los siete
mares, se sabe que se conformó con una verdulería. En algún momento,
mirando con viejos ojos las nuevas calles, Castor se pregunta: "¿por
qué a los kioscos los llaman drug-estores?". Finalmente, la
conclusión: "todo se fue a la mierda". Y sí, nadie va a
negarlo. La cuestión es que el muestrario que sirvió de base a la
demostración es perezoso o, en todo caso, mil veces menos
dramático que los apuntes que desbordan cualquier crónica de la
actualidad argentina (desde los pungas-asesinos-kamikazes hasta los
desocupados que reciben balas).
Algo similar ocurre con la nostalgia
y la melancolía, que nunca dejan de dar vueltas por la cinta. Las
cadencias tangueras (unas veces tirando al vals, otras a la más rítmica
"música ciudadana") se hacen demasiado cargo –en
frecuencia y duración– de traducir tales sensaciones. El propio Luppi
entona varias de esas canciones. Pero no ha sido dotado con el don del
canto y, para peor, los movimientos de sus labios se salen flagrantemente
de sincronismo en mucho más de una ocasión.
Volviendo a la trama, prontamente
surge una oportunidad, y de ella un plan, tanto más jugosos que el dinero
que prometía la maleta. Pero la oportunidad es increíble (un camión
blindado con tres palos verdes... sin custodia) y el plan es
indeciblemente torpe. Por cierto que esto no es un thriller sino una
comedia dramática, y nadie espera grandes rigores. Pero todo tiene sus
límites. Por lo demás, Rosarigasinos difícilmente haga reír a
nadie.
Luppi y Dumont salvan las pilchas,
aunque los diálogos, que van de lo semi-obvio a lo muy obvio, no los
ayudan. Y ya cansa oír esas puteadas de Dumont (como si fueran la única
especialidad de la casa). Si no recuerdo mal, en un momento descerraja un
"porque no te vas a la reputa madre que te recontra mil recontra
parió". Francisco Puente como el Gordo constituye una agradable
sorpresa, y no porque se parezca a Danny De Vito, sino porque es de lo
más simpático.
Guillermo Ravaschino
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