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ROSARIGASINOS

Argentina, 2000


Dirigida por Rodrigo Grande, con Ulises Dumont, Federido Luppi, María José Demare, Francisco Puente, Emilio Bardi, Gustavo Luppi.



Todo empieza, sigue y termina medio medio en Rosarigasinos, la opera prima del argentino Rodrigo Grande.

Luego de 30 años presos, Tito y Castor (Federico Luppi y Ulises Dumont) salen libres con una idea fija: recuperar esa maleta que contiene el botín de su último gran atraco. Pero el objeto, recuperado de las aguas bajas del Paraná, ofrece un pálido reflejo de lo que ansiaban: barro, limo, algas, ni la sombra de un billete.

A esta altura el film ya tuvo tiempo de sentar algunas de sus bases. De la vieja y típica barra de amigos apenas uno, el Gordo (Francisco Puente), mostró la cara. Los demás –Frugoni, Ariel, el Negro, Montenegro y otros– se perdieron en destinos imprevistos o, lo que es peor, ni se calentaron por reencontrarse con nuestro par de chorros liberados. A esta circunstancia la usa Rosarigasinos para destilar muy tibias dosis de crítica social. De Ariel, que había sido punga y ahora se desempeña como concejal, alguien dice: "tenía el oficio". De Frugoni, que aspiraba a navegar los siete mares, se sabe que se conformó con una verdulería. En algún momento, mirando con viejos ojos las nuevas calles, Castor se pregunta: "¿por qué a los kioscos los llaman drug-estores?". Finalmente, la conclusión: "todo se fue a la mierda". Y sí, nadie va a negarlo. La cuestión es que el muestrario que sirvió de base a la demostración es perezoso o, en todo caso, mil veces menos dramático que los apuntes que desbordan cualquier crónica de la actualidad argentina (desde los pungas-asesinos-kamikazes hasta los desocupados que reciben balas).

Algo similar ocurre con la nostalgia y la melancolía, que nunca dejan de dar vueltas por la cinta. Las cadencias tangueras (unas veces tirando al vals, otras a la más rítmica "música ciudadana") se hacen demasiado cargo –en frecuencia y duración– de traducir tales sensaciones. El propio Luppi entona varias de esas canciones. Pero no ha sido dotado con el don del canto y, para peor, los movimientos de sus labios se salen flagrantemente de sincronismo en mucho más de una ocasión.

Volviendo a la trama, prontamente surge una oportunidad, y de ella un plan, tanto más jugosos que el dinero que prometía la maleta. Pero la oportunidad es increíble (un camión blindado con tres palos verdes... sin custodia) y el plan es indeciblemente torpe. Por cierto que esto no es un thriller sino una comedia dramática, y nadie espera grandes rigores. Pero todo tiene sus límites. Por lo demás, Rosarigasinos difícilmente haga reír a nadie.

Luppi y Dumont salvan las pilchas, aunque los diálogos, que van de lo semi-obvio a lo muy obvio, no los ayudan. Y ya cansa oír esas puteadas de Dumont (como si fueran la única especialidad de la casa). Si no recuerdo mal, en un momento descerraja un "porque no te vas a la reputa madre que te recontra mil recontra parió". Francisco Puente como el Gordo constituye una agradable sorpresa, y no porque se parezca a Danny De Vito, sino porque es de lo más simpático.

Guillermo Ravaschino     


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