"Filmar con nada" siempre tuvo visos de desafío
sublime. Porque cuando no hay recursos de producción es imposible simular el cine. El
cine tiene que palpitar allí, en la cabeza, para existir después como idea producida.
Godard filmó casi siempre así. Por eso decía que un hombre, una mujer, un auto son lo
único que se precisa para hacer cine. Es una bella forma de decir que, más allá de la
cámara y la película virgen, no hay un solo artículo o dinero para
comprarlo que sea imprescindible para el arte de las imágenes en
movimiento.
El sabor de la cereza tiene un
hombre, Badii, y un auto. Acompañados durante largo rato por un solo dato argumental: ese
hombre busca a otro hombre, no importa cuál, que acepte enterrarlo al día siguiente,
cuando se haya suicidado. Por un buen rato también, el veterano realizador iraní Abbas
Kiarostami sostiene esta premisa mínima gracias a un exquisito manejo de los espacios y
los tiempos. Kiarostami elude las elipsis, con lo que cada minuto de la triste recorrida
tiende a pesar tanto para la platea como para el atribulado protagonista. La precisa
angulación de cámara, que nos permite verlo desde el lugar adonde iría sentado su
acompañante, nos involucra definitivamente en la situación. Poco después, los distintos
candidatos a ejecutar el "trabajo" desconocidos que aborda Badii en su
ruta ocuparán uno tras otro esa butaca. La ausencia de novedades dramáticas, en este
lapso, sirve para densificar el asunto: cada espectador, con su exclusivo bagaje de
conflictos, es convidado a dejarse llevar por los arrabales de Teherán. La progresión
emotiva (y simbólica, en el sentido del viaje interior) está acentuada por la
traslación del centro a las afueras de la urbe. Las imágenes y los sonidos, en este
tramo del relato, son tratados por el director como materia prima en alto grado de pureza.
A las primeras les concede todo el tiempo del mundo. A los segundos, todos los matices:
una avalancha de canto rodado en una demolición nunca fue tan palpable, tan cercana, como
la de El sabor de la cereza. Hasta aquí, Kiarostami ofrece un soberbio
espectáculo de contemplación para los sentidos.
Al intelecto, en tanto, se lo
invita a un trabajo sereno. Porque es obvio que el film esquiva la más mínima
exposición de las razones que hicieron que Badii decidiera suicidarse. Con lo que el
público, inevitablemente, comenzará a imaginarlas por su lado. Y cuando queda en claro
que nunca se sabrán los motivos, las especulaciones son reemplazadas por la intriga
intelectual: lo evidente, de ahora en más, es que el film no expondrá las razones para aislar
esa decisión. Para preguntar, y preguntarse, si se puede justificar el suicidio independientemente
de las circunstancias que lo susciten. De algún modo Kiarostami está anticipando que,
para él, el suicidio no puede justificarse jamás. El problema es el modo mediante el
cual arriba a dicha conclusión.
Hay una serie de exigencias universales poco menos que
imposibles de gambetear para los que dicen lo suyo con la cámara: siempre se
"espera" una progresión dramática, conflictos, desarrollo, pico emotivo y
resolución. A todas esas exigencias, Kiarostami primero parece hacerles pito catalán.
Pero más tarde se nota que, en realidad, estaba coqueteando con ellas. O más crudamente:
las estaba histeriqueando. En efecto: cada uno de los candidatos a enterrador
termina siendo un peldaño en la escalera ascendente que lleva al protagonista y al
film hacia su verdad. El primero, un soldado, es tan tímido que apenas alcanza a
balbucear una respuesta negativa, tras la que pueden intuirse toscos dogmas morales. El
segundo, un religioso, se escuda en su fe. Quitar la vida, dice, es exclusiva facultad
divina. Pero luce inmensamente más esclarecido que el soldado, y ya empieza a hablar
desde la filosofía.
El tercero es un taxidermista,
Baghi. Cuando éste empieza a dialogar con Badii sus palabras raspan, a tal punto
que el primer impulso induce a desconfiar de los subtítulos. Pero no. La posición de
Baghi expresada en largos, floridos párrafos que el suicida nunca atina a
refutar parece levantada en crudo de los bocadillos que pronunciaba Mario Sánchez
en cierta etapa de "Polémica en el bar". Podría sintetizarse así: no importa
el origen de los devaneos (en el caso de Badii: de la angustia o la desesperación); el
que abra los ojos acabará embriagado por la hermosura de la vida, con los campos, las
flores, los pajaritos de colores... La constatación de Baghi, como la de Sánchez, carece
de métodos y fundamentos o, en el mejor de los casos, los oculta bajo esa expansiva y
sentenciosa "celebración existencial". El sentimentalismo del taxidermista ya
no aísla para mejor examinar la decisión de Badii, sino que la niega sin
vuelta de hoja. Surge la incómoda sensación de que Kiarostami dejó de interrogarse
(probablemente porque no pudo responderse) y empezó a tapar el tema
que escogió. Antes ya del desenlace, que quiere ser abierto, la influencia
de Baghi tuvo tiempo de operar sobre el protagonista del único modo posible:
¡por ósmosis! Contagiando de "salud mental" al hombre que quería morir y
ahora luce conmovido. En el epílogo Kiarostami decidió mostrarse él mismo dando
instrucciones a sus asistentes sobre los escenarios de la ficción, acaso para subrayar el
hecho de que tiene decidido, como director, acotar sus facultades a las formas fílmicas
sin invadir el "libre albedrío" de los personajes. Acaso para subrayar su
presencia en un momento en que, paradójicamente, su condición de auteur está
debilitada.
Guillermo Ravaschino |