De lo que puede ofrecer hoy en día el
cine comercial estadounidense El sastre de Panamá es,
probablemente, lo máximo a que puede aspirar. Una industria controlada
por treintañeros cuyo bagaje cultural permanece incógnito, pues no se
mezcla con su profesión; una industria que se reconoce incapaz de sacar
rendimiento comercial a sus escasos autores (Coen, Allen, Tarantino,
Scorsese o Soderbergh no igualarán jamás la taquilla de las películas
con Jim Carrey o Tom Hanks), y que no parece mostrar demasiado interés
por enfundar en ideas sus productos, sólo puede recurrir para hacer
buenas películas a ejercicios de profesionalidad que rayen, desde la
ausencia reconocida de talento, la perfección.
John Boorman es uno de esos
directores que se han labrado prestigio con grandes películas como Point
Blank o con títulos que permanecen en la memoria colectiva como Excalibur
o Deliverance. Se ubica en ese incómodo y atemporal grupo de
cineastas de una generación indefinida, que se han tenido que adaptar,
con el paso del tiempo, del auge de la política de autor a la
generalización y declive de la misma para, a a la postre, poder
intercalar proyectos más o menos personales (The General, 1997)
entre encargos como Más allá de Rangún... o la película que nos
ocupa. A su piel de camaleón –otros lo verán como falta de escrúpulos–
hay que agradecer que para El sastre de Panamá haya coincidido con
un trío de actores en gracia (Geoffrey Rush, Pierce Brosnan aprovechando
su pasado jamesbondiano y Brendan Gleeson) y con la participación
en el proyecto nada disimulada del novelista John Le Carré.
Como en la muy citada película de
Michael Curtiz, Casablanca, una serie de casualidades dio como
resultado una demostración de cómo el cine estadounidense sigue siendo
rehén de la inspiración individual y colectiva de un puñadito de
profesionales. El sastre de Panamá recupera algo de la tradición
del cine clásico rebañado con el toque contrabandístico que aportaban
realizadores con mayores aspiraciones en su época. A Boorman, director y
productor, también le mueven algo esas inquietudes, y por eso su
profesionalidad –como la de Lumet, Frankenheimer o Frears– es algo
más digna de admiración.
El divertido mensaje de esta
película inclasificable, que narra las vicisitudes de un espía malo con
ganas de retirarse por la vía rápida, que equidista del thriller
y la comedia para convertirse en una sátira política, pasa
indudablemente por la materialización de un principio de transcendencia
imprescindible en la ficción y que es la piedra angular de la trama: que
la vida imite al arte. Con ello no sólo reconoce desde el principio su
carácter de ficción en el sentido de un desprecio por la
"imitación de la vida" (con lo que inviste de un alto grado de
libertad a toda la narración), sino que refuerza el carácter unidimensional
de algunos de sus personajes: el perverso Osnard (Brosnan), el despiadado
cronista social (Martín Ferrero) y toda la oligarquía económica y
política de una Panamá con aspiraciones de inverosimilitud. Todos estos
factores convergen en una palabra clave: parodia.
Para hacer avanzar su historia, Le
Carré y Boorman adoptan la fórmula de hacer derivar de diversas
ficciones, cada cual más notoriamente falsa (con respecto a la realidad
de la parodia, de locos), pero con tono de verismo, una narración que
queda extrañada por el efecto que provocan en ella los cuentos (o
las mentiras, si se prefiere) de uno de los protagonistas. De allí que no
sea descabellada la apuesta por pasar del thriller más serio a la
parodia política o la comedia: cada historia tiene consecuencias graves,
pero también divertidas. Y cuando los cuentos se van de las manos de los
cuentistas, la película no descarrila. Boorman logra mantener la
atención en todo momento con esa profesionalidad que buscaba la Columbia
cada vez que lo contrataba antaño, y cuela de contrabando un hermoso
ensayo sobre el poder de sugestión de las historias, sobre las
narraciones a fin de cuentas, que interesará a unos y que no aparecerá
en las lecturas de otros –perfectamente comprensibles y válidas– que
pasarán un buen rato con una entretenida película. Y al final, el autor
alquilado por la industria agarrará su sueldo y se irá con una sonrisa
en los labios, con la satisfacción de que esto (mal que le pese por otro
lado) sigue siendo un negocio.
Rubén Corral
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