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EL SECRETO DE SUS OJOS

Argentina, 2009


Dirigida por Juan José Campanella, con Ricardo Darín, Soledad Villamil, Pablo Rago, Guillermo Francella, Javier Rodino, Carla Quevedo, Bárbara Palladino, Rudy Romano, Mario Alarcón.



Esta nueva película de Juan José Campanella es fácil de ver, aunque no todo lo que muestra sea agradable. El argumento, sin ir más lejos, nos depara tanto una historia de amor postergada como el crimen brutal de una joven esposa precedido de violación, además de una amistad que termina trágicamente, sin contar con el telón de fondo de la Argentina de 1974 en la que el terrorismo de Estado ya había comenzado a funcionar y aparece como agente dramático. La mencionada facilidad está ligada entonces a la forma de contar una historia que, aunque va y viene del pasado al presente, es tan lineal –aunque apenas un poco menos cuadriculada– y sencilla de seguir como la de la miniserie “Vientos de agua” (del mismo Campanella), y tambíen deriva del uso sistemático de primeros cuando no primerísimos primeros planos. Si quienes los llenan son fundamentalmente Ricardo Darín, Soledad Villamil y, un poco menos, Guillermo Francella o José Luis Gioia (en roles desplazados de los que usualmente les conocimos), cierto placer está medianamente asegurado. Como en las ficciones de la televisión, todo nos es contado mediante caras que, aun si no emitieran palabra, hablan por sí mismas a la cámara.

Pero nada o casi nada de aquello que caracteriza al cine de Campanella ha cambiado desde Luna de Avellaneda, o incluso desde El mismo amor, la misma lluvia a la fecha. Nada sustancial, al menos. El director y sus guionistas suelen cometer el mismo error que Bioy Casares le achacó a Borges a propósito de “Invasión” (luego llevada al cine por el argentino Hugo Santiago): saturar la historia de líneas de diálogo prefabricadas que la transforman en una cosa mecánica, en un artefacto. La diferencia es de grado pero no de naturaleza, por más que las sentencias borgeanas desprendan resonancias legendarias y estas otras sean chanzas costumbristas engarzadas con la velocidad de una sitcom. Unas y otras, en definitiva, buscan atraer la atención sobre sí mismas en lugar de integrarse y contribuir a una idea de conjunto. Claro que Santiago resolvía esa potencial molestia haciendo de cada plano visual y sonoro un objeto autónomo, disolviendo las disonancias verbales de Borges en una puesta en escena llena de fulgores disruptivos. Con otras pretensiones y medios, Campanella opta esta vez por disponer menos retruécanos que en el pasado, o los pone en boca de personajes un poco más modestos (la ausencia de Eduardo Blanco en su habitual rol cómico-sentimental es beneficiosa desde todo punto de vista). Lo que no cambia es el universo moral en el que se mueve, y que gira morbosamente alrededor de la figura (en este contexto, no sólo estética sino también jurídica) del abuso.

Entre el uso retórico de la pobreza que hace Luna de Avellaneda a partir de la nena que vive en la villa miseria (cualquier semejanza con el que Mauricio Macri hiciera en su campaña para jefe de gobierno porteño es pura coincidencia), y la tortura psicológica ilegal a la que es sometido un sospechoso en esta película, no hay diferencias esenciales. En ambos casos no sólo asistimos a, sino que se nos hace cómplices de, un flagrante abuso de poder justificado por la identificación emocional que establecemos con los protagonistas, representantes nuestros y ejecutores de tales violencias en nombre de una sospecha que opera como certeza por el solo hecho de haber sido establecida por ellos. El fin justifica los medios en el universo Campanella gracias a la coartada del antihéroe. Sus personajes se nos presentan desde un principio como seres derrotados o que se han traicionado a sí mismos pero que, en el fondo de sus almas, puros e inmutables, semejan arquetipos platónicos o muchachos de barrio por los que el último Sandrini pondría las manos en el fuego. De modo que llegado el momento del juicio moral, que nunca falta en sus películas-juzgado, debemos confiar en ellos tan ciegamente como en el dogma de la infalibilidad del Papa. Parte de la responsabilidad de la eficacia de este recurso reposa en Ricardo Darín, actor cuya ambigüedad fundamental le permite elaborar personajes simultáneamente canallas y seductores, algo que también aprovechara en su momento Fabián Bielinsky. Pero si mirando las películas de éste (Nueve reinas, El aura) a uno no le caben dudas sobre la desagradable oscuridad de los personajes que aquél representa –por más fascinantes que resulten–, en las de Campanella se nos solicita por su intermedio que nos abandonemos al autocomplaciente deporte de la victimización y la falsa modestia.

Marcos Vieytes      

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