Esta
nueva película de Juan José Campanella es fácil de ver, aunque no todo lo que
muestra sea agradable. El argumento, sin ir más lejos, nos depara tanto una
historia de amor postergada como el crimen brutal de una joven esposa
precedido de violación, además de una amistad que termina trágicamente, sin
contar con el telón de fondo de la Argentina de 1974 en la que el terrorismo
de Estado ya había comenzado a funcionar y aparece como agente dramático. La
mencionada facilidad está ligada entonces a la forma de contar una
historia que, aunque va y viene del pasado al presente, es tan lineal –aunque apenas un poco menos cuadriculada–
y sencilla de seguir como la de la miniserie “Vientos de agua” (del mismo
Campanella), y tambíen deriva del uso sistemático de primeros cuando no
primerísimos primeros planos. Si quienes los llenan son fundamentalmente
Ricardo Darín, Soledad Villamil y, un poco menos, Guillermo Francella o José
Luis Gioia (en roles desplazados de los que usualmente les conocimos),
cierto placer está medianamente asegurado. Como en las ficciones de la
televisión, todo nos es contado mediante caras que, aun si no emitieran
palabra, hablan por sí mismas a la cámara.
Pero nada o casi
nada de aquello que caracteriza al cine de Campanella ha cambiado desde
Luna de Avellaneda, o incluso desde El mismo amor, la misma lluvia
a la fecha. Nada sustancial, al menos. El director y sus guionistas suelen
cometer el mismo error que Bioy Casares le achacó a Borges a propósito de
“Invasión” (luego llevada al cine por el argentino Hugo Santiago): saturar
la historia de líneas de diálogo prefabricadas que la transforman en una
cosa mecánica, en un artefacto. La diferencia es de grado pero no de
naturaleza, por más que las sentencias borgeanas desprendan resonancias
legendarias y estas otras sean chanzas costumbristas engarzadas con la
velocidad de una sitcom. Unas y otras, en definitiva, buscan atraer
la atención sobre sí mismas en lugar de integrarse y contribuir a una idea
de conjunto. Claro que Santiago resolvía esa potencial molestia haciendo de
cada plano visual y sonoro un objeto autónomo, disolviendo las disonancias
verbales de Borges en una puesta en escena llena de fulgores disruptivos.
Con otras pretensiones y medios, Campanella opta esta vez por disponer menos
retruécanos que en el pasado, o los pone en boca de personajes un poco más
modestos (la ausencia de Eduardo Blanco en su habitual rol
cómico-sentimental es beneficiosa desde todo punto de vista). Lo que no
cambia es el universo moral en el que se mueve, y que gira morbosamente
alrededor de la figura (en este contexto, no sólo estética sino también
jurídica) del abuso.
Entre el uso
retórico de la pobreza que hace Luna de Avellaneda a partir de la
nena que vive en la villa miseria (cualquier semejanza con el que Mauricio
Macri hiciera en su campaña para jefe de gobierno porteño es pura
coincidencia), y la tortura psicológica ilegal a la que es sometido un
sospechoso en esta película, no hay diferencias esenciales. En ambos casos
no sólo asistimos a, sino que se nos hace cómplices de, un flagrante abuso
de poder justificado por la identificación emocional que establecemos con
los protagonistas, representantes nuestros y ejecutores de tales violencias
en nombre de una sospecha que opera como certeza por el solo hecho de haber
sido establecida por ellos. El fin justifica los medios en el universo
Campanella gracias a la coartada del antihéroe. Sus personajes se nos
presentan desde un principio como seres derrotados o que se han traicionado
a sí mismos pero que, en el fondo de sus almas, puros e inmutables, semejan
arquetipos platónicos o muchachos de barrio por los que el último Sandrini
pondría las manos en el fuego. De modo que llegado el momento del juicio
moral, que nunca falta en sus películas-juzgado, debemos confiar en ellos
tan ciegamente como en el dogma de la infalibilidad del Papa. Parte de la
responsabilidad de la eficacia de este recurso reposa en Ricardo Darín,
actor cuya ambigüedad fundamental le permite elaborar personajes
simultáneamente canallas y seductores, algo que también aprovechara en su
momento Fabián Bielinsky. Pero si mirando las películas de éste (Nueve
reinas, El aura) a uno no le caben dudas sobre la desagradable
oscuridad de los personajes que aquél representa –por más fascinantes que
resulten–, en las de Campanella se nos solicita por su intermedio que nos
abandonemos al autocomplaciente deporte de la victimización y la falsa
modestia.
Marcos Vieytes
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