Está muy
claro: en la Argentina, los secuestros están de moda. Quien no lo crea así,
que tome un periódico, encienda la televisión o... chequee la cartera de
cine. Los diarios llenan un par de hojas de cada edición con los avatares y
pormenores de algún caso. Hasta tuvimos varias víctimas glamorosas, como
Florencia Macri o el padre del negro Astrada. Incluso –como las cosas hay
que hacerlas bien– alguien se tomó el trabajo de cortarle el dedo a su
víctima para mostrar que no bromeaba, o tal vez para indicar que había visto
El gran Lebowski. En estos tiempos post-Blumberg, no se puede culpar
al vivo que tuvo la no-tan-ingenua idea de distribuir El secreto en
Argentina, film que gira en torno de un secuestro. Los diarios se venden.
Las tandas publicitarias de los noticieros se venden. Las películas también.
Todo se vende, y lo demás parece no importar demasiado.
Muchas
decisiones de las distribuidoras y exhibidoras locales (y no tan locales)
invitan a la reflexión. ¿Con qué criterio eligen las películas que estrenan?
¿Es el resultado del más frío oportunismo mercantilista o lo artístico entra
en juego en algún momento? ¿Quién decide y por qué? ¿Le están dando
al público lo que quiere ver o es lo que le hacen creer? Desembocan muy
pocas películas italianas (en realidad, pocas no yanquis) en nuestro país.
Es llamativo que El Secreto sea una.
El film no
empieza nada mal. Apuesta a sostener, alternadamente, dos registros
diferentes. Por un lado, el retrato costumbrista de un pueblo italiano
perdido en el medio del campo. Por el otro, el suspenso/terror que se desata
cuando un niño de 10 años (el protagonista del relato) descubre a otro
tirado en un pozo. A través de muchos planos detalle (la góndola en
miniatura, un espiral matamosquitos) y de los colores saturados, vamos
familiarizándonos con el seno de un hogar rural italiano, de clase media
baja. Este costumbrismo (o pseudo-costumbrismo) tiene algo de Ciudad de
Dios, sólo que deja de lado ese pintoresquismo for export (del
que habla Mauricio Faliero a propósito de Diarios de motocicleta)
de la película brasileña, y resulta mucho más honesto. El suspenso, por
lo demás, es manejado de forma prolija; sin mucho riesgo pero con mano
firme. La información está bien dosificada (vamos conociendo al niño del
pozo de a poco) y la dilatación del tiempo se maneja con criterio (largos
planos del niño yendo hacia el pozo, planos desde el pozo, encuadres que
muestran lo mismo desde diferentes ángulos). Dos registros paralelos que
recién empezarán a tocarse cuando el film promedie.
Y de fondo, el
paisaje, uno de los protagonistas del relato. A pesar de utilizarlo para
marcar un contrapunto –bastante vago, por cierto– entre el horror del
secuestro y la belleza del espacio exterior, el film sufre del "síndrome
Una historia sencilla": mostrar paisajes hermosos, ponerles música
clásica de fondo, y hacernos creer que eso es arte. Si congeláramos
muchas de las imágenes y las imprimiéramos, tendríamos unas fotos divinas
para colgar en el living, pero el cine es mucho más que una sucesión de
fotografías; la sensibilidad fotográfica es diferente a la cinematográfica,
y a veces, esta película parece no manejar esa diferencia. Además de muchos
paisajes, hay un sinfín de ruiditos de insectos, grillos y pájaros, que
muchas veces logran transmitir con éxito ese aire pesado y pegajoso del
verano. Y entre grandes trigales dorados y orquestas de insectos veraniegos,
Gabriele Salvatores se da el gustazo de
citar
explícitamente a La noche del cazador (búhos y sapos en primer plano,
el niño recorriendo un camino en segundo), película con la que El secreto
–aun siendo infinitamente inferior– comparte algunos elementos: el retrato
de un mundo adulto decadente y pervertido; la victimización de los niños,
que no entienden por qué pasa lo qué pasa; la relación entre el hombre y la
naturaleza.
El uso desmedido
del paisaje no es el único –ni el peor– defecto de El secreto: una
vez que se devela el misterio, la película se pincha. Vamos conociendo al
niño del pozo y descubrimos que es una especie de poeta del sufrimiento, un
intento tonto de verbalizar el dolor y la cercanía con la muerte. A su vez,
con la elección de caracterizar a los secuestradores como villanos de cartón
(grotescas parodias de sí mismos) y no como personajes medianamente
conflictuados, el film pierde la oportunidad de jugar con una ambigüedad que
habría sumado interés. En cambio elige el camino del menor esfuerzo, el más
recorrido, y –consecuentemente– se achata, estandariza y, finalmente,
desbarranca.
Eso de hablar de
los finales siempre me resulta un poco bobo. Los films son mucho más que sus
finales, y cuando alguien acuña una frase como sí, pero no me gustó mucho
el final o el final está buenísimo tengo la sensación de que
quien profiere la frase no comparte mi visión del cine. No creo que Sexto
sentido o Los sospechosos de siempre sean grandes películas.
Muchos finales-sorpresa me parecen objetables: deslegitiman el resto de la
obra (todo está en función de esa sorpresa del final), y además fijan un
único sentido (La película es así y asá, cuando pasaba a, en realidad
estaba pasando b, y no hay tu tía). Tampoco creo que un final salve o
arruine una película. Sin embargo, quiero detenerme unas líneas en el de
El secreto, porque me resultó particularmente antipático. Además de
estar filmado como una publicidad de shampoo, le arranca a la historia lo
poco de sutil que le quedaba, y huele –por su insólito efectismo– al de
American History X. Así que, y sólo por hoy, voy a pasarme a la vereda
de enfrente: El secreto no es mala, pero su final apesta.
Ezequiel Schmoller
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