"Síganme, que no los
voy a defraudar" empieza a gritar, o más bien a susurrar, el inefable M.
Night Shyamalan desde el comienzo de este, su tercer largometraje (el
primero fue el hiperexitoso Sexto sentido). Desde antes del comienzo,
incluso, ya que los títulos vienen muy sugestivamente envueltos en una
música de indiscutible cuño hitchcockeano (tan parecida a la que compuso
Bernard Herrmann para Vértigo que a uno se le revuelven las tripas).
Y uno lo sigue. Así conoce a
Graham Hess (Mel Gibson), ese ex cura de provincias, más precisamente de
Pennsilvania, que tuvo la desgracia de perder a su esposa en un trágico
accidente seis meses atrás. El accidente le quitó la fe, ya que colgó los
hábitos desde entonces, y hasta de vez en cuando despotrica contra ese Dios
inexplicable, inconcebible, que le arrancó a su amada. Claro que no le ha
ido del todo mal en la vida. Tiene una "granja" que te la voglio;
cientos –y acaso miles– de hectáreas en las que crecen plantas de maíz como
de dos metros (sic). Nunca se dice de dónde salió tamaña finca (¿habrá
entregado Hess su "declaración jurada"?). La cuestión es que el tipo se las
arregla de lo más bien como padre y madre de sus dos pequeños, niño y niña,
con la sola –que no es poca– ayuda de su hermano menor, el tío
Merrill (Joaquin Phoenix). Exceptuando las señales del título todo viene tan
dulce y tan armónico que uno siente, ya por enésima vez, cómo lo adentran en
una postal cabal, redonda, edulcorada del american way of life. O
quizá más exactamente: cómo le adentran a uno esa postal.
Lo primero que revelan las
señales en cuestión es que la imaginación de Shyamalan (que vuelve a ser
guionista, productor y director, amén de haberse reservado un papelito
en el elenco) se ha devaluado tanto como las acciones de Enron: se trata de
unos signos raros, sólo discernibles desde arriba, que plantas de maíz
achatadas forman sobre los campos de Hess. En el mundo real, idénticos
jeroglíficos tuvieron sus quince minutos de fama a comienzos de los '80:
fueron grabados y emitidos por los noticieros y otros programas de la
televisión global, donde se los atribuyó ridículamente a los OVNI. Sí, a los
platos voladores. Pues bien: esta mismísima superchería es lo que está en la
base de la película. Y más temprano que tarde (en su desarrollo, ya que
mucho más tarde que temprano –20 años– en relación con la TV), el film
pondrá sobre el tapete la hipótesis de una invasión extraterrestre.
Shyamalan crea ciertos climas
de suspenso apoyándose en el montaje (planos no convencionales para
secuencias que sí lo son) y, sobre todo, en el elenco y en la dosificación
"ultrahomeopática" de la información. Pero no es capaz de sostenerlos. Y nos
castiga con larguísimos minutos en los que nada nuevo sucede, en los que
nada se mueve o parece moverse. Larguísimos minutos en los que lo único que
puede "crecer", por tanto, es la magnitud de la estampita americana. Y vaya
si crece; especialmente por el lado de esa mujer policía a la que sólo le
falta un cartelito colgando del cuello: "Madre Sustituta, Amiga, Hermana (y
Protectora de la Ley)".
Como en Sexto sentido,
lo que vuelve a desplegar el segundo acto son las numerosas piezas de un
rompecabezas que viene a armarse sobre el punto culminante del tercero. En
beneficio de Señales hay que decir que no hay un twist (vuelta
de tuerca) tan artero y abusivo como el del otro film, que colocaba al
espectador en el incómodo (objetivamente incómodo, aunque tantos lo
agradezcan) lugar de aquel al que le han tomado el pelo impunemente durante
90 minutos y fracción. En su desmedro, diría que el rompecabezas, una vez
armado, resultará todo lo vulgar, gastado y previsible que puedan
imaginarse.
El eje de Señales, y
más que el eje su mensaje, es la defensa a rajatablas de la fe
religiosa, tarea que emprende a la que te criaste, a fuerza bruta,
ignorando la razón y el sentido común; cagándose, ni más ni menos, en la
ciencia (en todas y cada una de las ciencias y, por supuesto, o por las
dudas, también en la ciencia Una). En determinado instante del film se nos
sugiere que las intuiciones y supersticiones de los niños "refutarán todos
los postulados científicos vigentes" (¡preparate Newton!, ¡agarrate
Einstein!). En otro, un libro "de supermercado" (sub-Fabio Zerpa) sobre
extraterrestres es presentado como prueba –y profecía– de sucesos
contundentes. A la fe también se la presenta en las antípodas de la
acción, toda vez que los personajes sólo alcanzan a zafar, o a avanzar,
cuando desisten de toda iniciativa personal genuina (individual o colectiva)
en favor de guiños provenientes del más allá. Esto último sepulta el
homenaje que Señales intenta rendir al cine de la Clase B, en
el que las iniciativas de los personajes, y las acciones que derivan de
ellas, siempre fueron el motor dramático. Todo es tan bajo, burdo y fácil
que daría risa si no fuera ésta, como lo es, una película reverenciada por
toda la crema de la crítica yanqui... y por buena parte de la de estas
pampas.
La frutilla de la torta son
las infinitas conexiones que el film traza en todos los niveles (es decir
brutalmente, pero también sutilmente) entre unas figuras que forman una muy
precisa, no sé si sagrada, trinidad: la figura del Padre (sanguíneo y
sacerdotal), la figura de la Autoridad (policíaca y de las otras), la figura
de la Protección (que siempre viene de afuera).
Si bien se mira, Señales tiene chances de pasar a la historia: es uno
de los largometrajes más alienantes que entregó el cine en sus primeros 107
años de vida.
Guillermo Ravaschino