Shakespeare apasionado es una película
del montón. No de cualquier montón, por cierto, sino de aquel que agrupa a ciertas
hiperproducciones puntillosamente elaboradas para alzarse con todos los Oscar. Y recaudar
muchos millones antes, y otros tantos después, de la entrega de las estatuillas. Que lo
haya conseguido fue nada más y nada menos que la gran triunfadora de la Noche de
los Oscar ilustra hasta qué punto se puede tornar patético este rito argentino,
que es internacional, de velar hasta las dos de la mañana, en día de semana, orejeando
tristes ternas (o quinternas) conocidas con antelación.
Pero también habla del creciente,
impune, escandaloso abismo que separa al arte cinematográfico de la desfachatada fiesta
montada por la "industria" con el proclamado fin de homenajear al
"espectáculo". A la consagración de esta obra decididamente menor (que es un
producto mayor) hay que sumarle el enojoso homenaje a Elia Kazan, alcahuete number one
del macarthismo, y la insólita aparición del general Colin Powell como introductor de
los films de tema bélico en competencia. Los capitanes de la industria, el chauvinismo,
una caradurez de mercachifles... los mejores actores del mundo, algunos de los mejores
directores... Una alianza peligrosa, espeluznante, lleva las riendas del negocio
cinematográfico a nivel mundial.
La idea original de Shakespeare
apasionado era para tener en cuenta. A diferencia de las numerosas obras de
Shakespeare que han sido cinematografiadas últimamente, el film hace del
escritor su personaje. Y lo convierte en el eje de un relato vagamente histórico, signado
por las desventuras de ese artista joven, poco menos que desconocido, que pugna por
estrenar una obra que finalmente será "Romeo y Julieta". El film parece sugerir
que el impulso, musa y/o motor de ese muchacho al que llaman Will (Joseph Fiennes) es
Viola De Lesseps (Gwyneth Paltrow), una especie de muchacha rica con tristeza. O con
inquietudes dramáticas, que canaliza tras fugar de palacio, inmiscuyéndose en
los ensayos que preside Will obligadamente disfrazada de varón, ya que las "buenas
costumbres" de la época marginaban a las damiselas de los escenarios.
El romance naufraga por cuestión de
nula química, poca onda o como quiera llamársele: la oscarizada Paltrow lució
más atractiva y seductora y mucho en cualquiera de los títulos que
engrosaron su filmografía previa. Antes que nada, parece estar aquí para recitar sus
diálogos sin furcios y oficiar de lujosa percha para el vestuario diseñado por
Sandy Powell (¡otro Oscar!). A Fiennes se lo ve demasiado atareado en otras cosas (se la
pasa corriendo como si fuera un saltimbanqui) como para enamorarse. En realidad, la
frágil compenetración de Fiennes tampoco abona la credibilidad de sus compromisos
dramatúrgicos. La comedia fracasa más estruedosamente, al compás de un ejército de
chistes tibios, generalmente reciclados, apoyados en cuestiones de época (como la
hipocresía cortesana) que ya fueron largamente superadas, y anuladas, por el tiempo.
El recurrente travestismo de
Viola resulta francamente indigesto. Un absurdo bigotito y un corsé le alcanzan para
engañar a todo el mundo novio incluido aunque su identidad real salta a la
vista del espectador más miope. El contrapunto entre los ensayos de "Romeo y
Julieta" y su relación con Will, supuestamente reflejada en las alternativas de la
obra, no podía prosperar jamás: la manifiesta levedad del film que no hace reír
pero es insuperablemente light está en las antípodas de la amarga
tragedia de los enamorados célebres. La reina Isabel (Judi Dench, también contenta con
su Oscar) juega el papel de árbitro en cuestiones morales, sociales y amorosas. Y sus
fallos son tan ejemplares que Shakespeare apasionado bien podría pervivir en la
memoria como el último gran bodrio monárquico del siglo XX.
Guillermo Ravaschino
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