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    Todo parece sencillo pero, convengamos, no lo es tanto. Casi dos décadas de 
    permanencia en la televisión, con un núcleo millonario de fanáticos ansiosos 
    por ver qué han hecho con sus amados personajes en la pantalla grande, habla 
    a las claras de un potencial comercial pero, también, de una zona de riesgo 
    en la que la decepción podía ser el gran síntoma. De ahí tal vez el excesivo 
    recelo que blindó el proyecto desde el anuncio de su concreción hasta su 
    llegada final al público. Y con los resultados sobre la mesa uno puede 
    asegurar que no sólo la expectativa fue superada, sino además que Los 
    Simpson, la película mejora en calidad a sus últimas temporadas 
    televisivas.
 
    Los Simpson son sin 
    llegar a exageraciones el máximo hecho cultural de los últimos 20 años (y no 
    sé si algo dice sobre nuestro tiempo que provengan de la televisión, el 
    medio más bastardeado). Ni la música ni el cine ni la literatura lograron en 
    ese lapso crear algo tan sólido, original y popular como lo hizo Matt 
    Groening, y mantenerlo durante todos esos años. Su importancia para la 
    sociedad no sólo debe ser analizada por su propio peso específico, sino 
    también por su influencia sobre otras artes. Su autoconciencia, su mirada 
    sobre la cultura popular, su visión política súper ácida, su habilidad para 
    masticar referencias como una trituradora inauguraron un humor que luego 
    invadió otros terrenos. Y nos reconstruyeron como sociedad. Más allá de 
    gustos, nuestra conciencia encontró en los Simpson un espejo donde 
    reconocerse. 
    La llegada de la 
    familia de Springfield al cine tiene dos vertientes: por un lado, el más 
    puro negocio; por el otro, la necesidad de ampliar el formato para decir 
    otras cosas, y en una voz más alta, que las escasas pulgadas del televisor 
    no permiten. Así, la mirada cínica que sólo ve negocios es bombardeada por 
    lo menos con dos gags brillantes, efectivos, que se dan al comienzo y 
    durante los créditos finales (odioso sería adelantarlos). La autoconciencia 
    sobre lo que el propio film significa es asombrosa. Y la posibilidad de 
    autoparodiarse es síntoma de gente que no tiene ningún prejuicio a la hora 
    de hacerse cargo de su identidad. Groening sabe que después de llenarse los 
    bolsillos, al progresismo le queda el cinismo o la honestidad intelectual. Y 
    optó por lo segundo. 
    Esto también 
    significa decir aquello que en la pantalla chica no se puede. Y en este 
    sentido Los Simpson, la película es una molotov incandescente. El 
    film narra las desventuras que vive la familia cuando tienen que escaparse a 
    Alaska por culpa de Homero, a quien sus vecinos pretenden linchar por haber 
    contaminado el lago de Springfield. La opción que encuentra el gobierno 
    estadounidense es aislar a la ciudad con un domo gigante y luego, ante el 
    caos que se desencadena... borrarla del mapa. Groening y su ejército de 
    guionistas –que incluye a James L. Brooks– imaginan un Estado bobo (vean 
    quién es el presidente, si no) manejado por lobbistas y oscuras 
    organizaciones que dicen proteger los intereses de los ciudadanos cuando en 
    realidad sólo procuran hacer negocios. Y no hay aquí malos del exterior, ni 
    nadie que contamine con sus gérmenes del más allá. Todo está podridamente 
    podrido por los propios americanos. Esos que en orgullosa muchedumbre 
    pueden portar antorchas y querer linchar al mismo tipo al que luego 
    vitorean. Esa mirada de la comunidad atraída por un hilo, como el burro al 
    que se lleva donde se quiere tentándolo con una zanahoria, es la que siempre 
    ensayó la serie. Y aquí es explotada de tal manera que el horror queda al 
    descubierto. 
    Sin embargo, la 
    mencionada acción emprendida por el Estado es para la película como un 
    subtexto. Claro está: Groening dice que la sociedad sólo podrá arreglar 
    aquellos conflictos que la tocan directamente, pero que hay un poder 
    superior que está lejos de sus posibilidades y que opera a espaldas de todos 
    nosotros. El fuera de campo en el que se mantiene al poder durante la 
    resolución de la historia no es una desviación, sino la muestra cabal de que 
    no hay soluciones a la vista. Lo que sí puede ser superado es la puesta en 
    crisis de la imagen paterna que sufren los Simpson. Lo que domina las 
    acciones en el film, precisamente, es la relación padre-hijo. Y el "¿quién 
    llevará la bomba?" que dice Homero sobre el final habla, como en Los 
    Increíbles, de las fuerzas que deberían operar a la hora de la 
    reconstrucción familiar: los lazos se deben forjar por una noción de 
    identidad, de semejante, y no de herencia forzada. 
    Ahora bien: que 
    todo esto está en la película es tan cierto como que nunca se hace el más 
    mínimo esfuerzo para subrayarlo o explicitarlo, ni para que "nos quede una 
    enseñanza". Tanto en su acabado como en la construcción narrativa, Los 
    Simpson, la película parece haber sido concebida con la menor carga de 
    pretensión posible. Su ambición mayor, antes bien, parece ser la necesidad 
    de hacer reír. Y vaya que lo logra. Con una efectividad y ferocidad poco 
    frecuentes, el film crea un universo delirante que estalla en chistes a 
    razón de uno por segundo. La sofisticación de su mecanismo hace gala de un 
    humor que recurre al juego lingüístico, el slapstick, la parodia, lo 
    burdo y lo inteligente. Todo en menos de 90 minutos. Se nota entonces el 
    esfuerzo puesto en el producto, y la convicción de que "Los Simpson" debía 
    transformarse en una comedia rabiosa. No se trata de pegar una broma con 
    otra, ni de ofrecer un compendio de lo que ya se había hecho en dos décadas 
    de programa. Todo luce nuevo y, si algo parece gastado, no es más que un 
    homenaje a las formas que la serie ha sabido construir. Acaso, la falta 
    de pretensiones que mencionábamos más arriba hace que el film no termine de 
    crecer y se convierta más en una experiencia simpática que en una gran 
    película (nunca logra la espesura y el nivel de lecturas de South Park: 
    la película, por poner un ejemplo similar). Pese a esto, como así 
    también a ciertas fallas en determinadas subtramas (Lisa y su amor por el 
    irlandés) y a la ausencia demasiado notoria de personajes que uno ha sabido 
    incoporar y que aquí se reducen a escuetos comic reliefs, se trata de 
    un film invalorable desde la comicidad, que nunca se aprovecha de su propio 
    peso y que logra una mirada política certera y sumamente corrosiva. Groening 
    y los suyos dieron en el blanco. Mauricio Faliero      
    
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