Martin Bells es un chico como cualquier otro. O casi. Demasiado aniñado para el escocés
Ewan McGregor, especialmente si se tiene en cuenta que el actor viene de ponerle el cuerpo
al joven pero muy maduro Obi-Wan Kenobi en la cuarta entrega de La guerra
de las galaxias. Pero estamos hablando de otra remake hollywoodiana de una película
que triunfó en Europa (Nattevagten, dirigida por el danés Ole Bornedal, quien
volvió a ser contratado aquí), con lo que ningún desajuste debería sorprender. La otra
particularidad de Martin es el flamante trabajo con que espera financiar sus estudios de
Derecho. Lo contrataron de sereno (de ahí el título, Nightwatch) en la morgue
de un hospital. La tarea se presenta fácil: unas pocas horas, por la noche, vigilando un
viejo edificio en el que nunca pasa nada. La tarea obviamente se complicará.
El edificio es ciertamente
espeluznante. Está muy bien ambientado y amoblado, tenuemente iluminado siempre de
noche y se impone como una de esas construcciones bajo cuyo techo nadie, en sus
cabales, podría conciliar el sueño. Lo de Martin no es dormir sino vigilar. Para hacerlo
debe recorrer puntualmente cada una de las salas de la planta baja. Y no hay walkman que
valga (lo lleva siempre puesto y a todo volumen) para conjurar a los fantasmas
cada vez que traspone cierta puerta, aquella puerta, para deambular entre los
cadáveres. Hasta aquí todo marcha más o menos sobre rieles. Otra historia, la de un killer
brutal que extrae los ojos de sus víctimas, fluye paralelamente a esta. La bisagra entre
ambas es el detective de homicidios Thomas Cray (Nick Nolte), quien consume muchas horas
en la morgue con la expectativa de extraer pistas de los cuerpos mansillados por el
matador.
Las cosas evolucionan de tal modo que
En la sombra de la noche se convierte prontamente en un whodunit (en inglés: quién
lo hizo). Con indicios más o menos consistentes que apuntan a diversos personajes,
entre quienes el espectador debería ir deduciendo, o por lo menos intuyendo, al verdadero
criminal. Pero numerosos obstáculos conspiran contra la nobleza de esta operación. Ni el
primero de los sospechosos, un viejo guardián al que sólo le falta la etiqueta de
"asesino" grabada sobre la frente, ni el segundo, un amigo de Martin
infantilmente brutal y picapleitos, son candidatos de fuste. Uno sabe de antemano que
"no pueden ser". No así la producción, que empieza a malgastar minutos
valiosos, irrecuperables. Pero lo peor de Nightwatch aún está por verse. Por un
lado, la necesidad de sugerir que algo "tremendo" sucederá en la sala de los
muertos dispara una catarata de incoherencias francamente resonantes (como los cordeles
que penden sobre los cadáveres para que hagan sonar una alarma... si reviven). Por otro
lado, el asesino será dado a conocer mucho antes del desenlace (quebrando las reglas del
genuino whodunit, que se reserva el dato para el clímax). Y a partir de ese momento, el
film desciende a los abismos de una rutina que no ha dejado de exprimirse, cada vez con
menos gracia, desde que Sam Peckinpah la inaugurara con Los perros de paja
(1971). Un periplo odioso, previsible, signado por la inicial superioridad del malo sobre
los buenos, a los que maltrata y acorrala hasta que, ¡zas!, se da vuelta la tortilla y
todo queda listo para el happy ending.
Guillermo Ravaschino
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