En su nuevo film, Bernardo
Bertolucci encara el homenaje a toda una época histórica y cinematográfica,
a la Nouvelle Vague de los años ‘60, y a su propio film emblemático,
Ultimo tango en París. No es la primera vez que realiza un film de
época: Novecento ya era, o pretendía ser, un fresco histórico de
medio siglo XX. Esta vez recrea un momento muy preciso: abril y mayo de
1968, meses que convulsionaron a la sociedad francesa, Europa y el resto del
mundo occidental, cuando intelectuales y trabajadores se encontraron en las
calles movilizados, y en alguna medida combatiendo, por un mundo mejor, en
el cual “la imaginación tomaría el poder”…
Henri Langlois, director de
la Cinemateca Francesa e impulsor con André Bazin de ese nuevo cine que se
encargarían de concretar sus discípulos de la NouvelleVague, fue relevado de
su cargo por cuestiones políticas. Durante las enormes manifestaciones de
jóvenes e intelectuales en favor de su reintegración, un estudiante yanqui
(Michael Pitt, en el estereotipo del “joven americano seducido por la
cultura europea”) entabla amistad con una pareja de hermanos, quienes lo
invitan a vivir en su enorme departamento mientras sus padres están
ausentes. El triángulo ya está trazado: en adelante, el film ingresa en un
huis clos, el lugar hermético donde se produce una suerte de
transformación iniciática a la madurez, a través de juegos literarios,
ceremonias y rituales eróticos en los que se articulan el
sexo, el incesto y cierto esbozo de homosexualidad.
Todo evoca al
departamento –¡y lugar cerrado!– de Ultimo tango en París,
donde se celebraron aquellas otras ceremonias que escandalizaron al mundo.
Volviendo a Los
soñadores, nuestros muchachos también ponen en juego una obsesiva
cinefilia, que es el vehículo para convocar films antológicos: mucho
Truffaut, Godard y Hollywood clásico están citados textualmente, y toda la
situación configura una obvia
alusión a Los
hijos terribles de Jean Cocteau. Y hasta puede verse al actual
Jean-Pierre Léaud (protagonista de Los 400 golpes) manifestando en
las calles.
Lamentablemente, todo esto no va más allá de una suerte de verborragia
cinematográfica que pone de manifiesto las limitaciones de Bertolucci al
confrontarse con los maestros, como lo prueba el
patético
montaje alterno del intento
de suicidio de la protagonista con la inigualable Mouchette de
Bresson.
Una vez
planteado el nudo argumental, no hay otra cosa que la repetición vacua,
vacía, de los mismos gestos. El film está basado en una novela de Gilbert
Adair, “Los santos inocentes”, de la cual Bertolucci y el mismo Adair
desdibujaron los aspectos que definían homosexualidad e incesto, y a la
que agregaron las citas cinéfilas.
Los
soñadores me parece un buen ejemplo de lo que ocurre cuando el mal
cine imita al arte, exhibiendo todos los clisés de la decadencia.
Da lástima comprobar la
obsolescencia y el
exhibicionismo de un director que fuera uno de aquellos que buscaron renovar
el cine (con La comare secca y La estrategia de la araña, por
ejemplo). De su última película podrá decirse que sus mejores momentos los
constituyen los generosos planos desnudos de
Eva Green, lo
cual habla del limitado horizonte de la obra.
Los actores tampoco ayudan: Louis Garrel no está mal, pero Pitt y la propia
Green ni siquiera lucen convencidos de sus personajes.
Bertolucci pone en evidencia su nostalgia por las libertades de los ‘60, una
década casi revolucionaria para el cine, las costumbres sexuales y las
ideologías políticas. Pero también ha declarado que intenta aportar
esperanza a las jóvenes generaciones con un film que recrea esas
utopías. A la vista de los resultados, no se puede menos que dudar de las
motivaciones que mueven a estos niños terribles y mimados (anche
maoístas a la hora de las bombas).
¿Dónde fueron a
parar los ideales del ‘68?
Como sobreviviente de ese
proyecto trunco, lamento la desaparición de esas utopías que llegamos a
considerar posibles. Y encuentro en este Bertolucci –como en el de El
último emperador– la prueba de que ciertos directores europeos ya no
están a la altura de lo que proponían entonces. Es triste.
Josefina Sartora
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