New Line Cinema, la compañía que apadrinó la saga cinematográfica de Las tortugas
Ninja, subió las apuestas con Spawn, una película que exacerba todas las
premisas que suelen presidir la conversión de un comic (o un videogame) en un
largometraje de ficción. A saber: la simplificación extrema del guion, la concepción
global del film como una pieza más de merchandising al lado de remeras,
muñequitos, posters y el rubro visual, efectos especiales mediante, como el único
depositario de una cierta cuota de creatividad. Los créditos de Spawn dicen que
fue dirigida por Mark Dippé (inspirado en la historieta de Todd McFarlane), pero tiene
todo el aspecto de una película sin director. Seis compañías de efectos visuales,
encabezadas por la legendaria Industrial Light & Magic de George Lucas, son las
verdaderas responsables del producto. El resultado es tanto más tenebroso que el submundo
en el que transcurre la mayor parte del relato.
Todo empieza cuando a Al Simmons, el más conspicuo de
los asesinos a sueldo de "la Agencia" (algo así como una CIA futurista), lo
acometen los remordimientos. Su jefe (Martin Sheen, con voz sampleada como de catacumbas)
decide borrarlo del mapa, pero apenas logra instalarlo brevemente en el infierno. Allí
está Malebolgia, el más absurdo de los monstruos que depara Spawn. Especie de
perro animatrónico, éste ofrece a Simmons un pacto demoníaco: salvará su vida y
la posibilidad de ver a su novia Wanda, por la que babea con fragilidad adolescente
a cambio de capitanear las tropas del Mal en su arrasadora cabalgata por la Tierra. El
hombre acepta y deja las tinieblas convertido en Spawn, un guerrero fiero tiene toda
la cara quemada pero ultrapoderoso. Las bondades de su armadura, capaz de
convertirlo virtualmente en cualquier cosa, desde un hombre araña hasta un muro de
hormigón, acusan lo mejor del film: una alucinante retahíla de efectos especiales.
Divorciados, claro está, del más mínimo interés temático, de cualquier esbozo digno
de elaboración argumental.
Los tonos calientes de Spawn, cuya infernal
cosmogonía no escatima una sola gama de los rojos, resultan inversamente proporcionales a
su frigidez emotiva: ni siquiera los que mueren sufren y los matices actorales fueron
esquivados como la peste. Su espesor intelectual, en tanto, sugiere que los púberes, para
quienes ha sido obsesivamente diseñada la película (y en especial los de raza negra,
atento a la condición morena del héroe y de su bienamada Wanda), son poco más que
cerebritos ávidos de cualquier obscenidad verbal. De eso se encarga el personaje de John
Leguizamo: un payaso repugnante, que se tira flatos por deporte y fatiga los chistes más
elementales sobre la farándula (Hollywood incluido), la mayor parte de los cuales
pasarán inadvertidos para el espectador local.