En
los últimos tiempos asistimos a un cine que podría ser denominado como
neo qualité. En vez de adaptaciones literarias prestigiosas, nos
encontramos con adaptaciones de comics hechas con un respeto al original
cercano a lo religioso. Para ejemplos recientes tenemos Watchmen, que
en su afán por copiar al detalle cada viñeta se olvidaba de respirar en
sentido cinematográfico y terminaba convirtiéndose en una obra puramente
subsidiaria (algo parecido ocurre con la saga de Harry Potter). No
hay vida en estas películas, apenas la reconstrucción textual que busca
congraciarse con los fanáticos; para colmo están filmadas con el ceño
fruncido, como si se estuviera trabajando sobre un material sagrado. El
mayor problema es que esa solemnidad muchas veces hace ruido frente al
delirio de la propuesta original. Y es reaccionaria porque no quiere
modificar nada presumiendo la superioridad de un arte por sobre el otro.
Y
claro: una nueva versión de Star Trek (en este caso la número once)
presagiaba algo similar. Una propuesta que tiene ya cuatro décadas sobre el
hombro, con un grupo de cultores de los más masivos, debía estar narrada
invariablemente desde la obediencia a los guiños que los fanáticos requieren
para mantener su statu quo. Lo que cambió las fichas es la presencia
de J.J. Abrams, creador de ese extraño artefacto televisivo llamado “Lost”,
en la dirección.
Las
últimas películas de Star Trek no habían gustado ni a los propios
seguidores, y la franquicia había sufrido un agotamiento tal que desde el
vamos, para esta nueva adaptación, la idea de los productores era “borrón y
cuenta nueva”. Y echando mano de esa maravilla del Hollywood de hoy llamada
precuela, los guionistas se abocaron a contar desde cero las
aventuras de James T. Kirk y Spock, aquellos personajes inmortalizados por
William Shatner y Leonard Nimoy. Abrams actuó entonces como amalgama entre
las necesidades económicas y las artísticas, en procura de un producto que
funcione narrativamente, pero que a la vez tenga la capacidad de hacerlo
monetariamente. Su especialidad.
Evidentemente Abrams sabe lo que hace. A través de un veloz prólogo presenta
personajes, deja en claro quién será el villano y nos muestra el crecimiento
en paralelo de nuestros dos héroes con sus respectivas taras: Kirk (Chris
Pine) será un joven talentoso, pero irreverente; Spock (Zachary Quinto), un
hombre que se balancea entre su condición mestiza (hijo de madre humana y
padre vulcano) y que reprime sus emociones por medio de la lógica (los
conflictos de Spock no difieren mucho de los del Jack de “Lost”). En
relación a los protagonistas, el guión tiene una interesante progresión
dramática: parecería que el conflicto va a estar centrado en Kirk, pero
lentamente se irá desplazando sobre Spock. Y en ese decurso se va
solidificando la relación entre ambos. La película funciona por una
sumatoria de momentos breves y logrados, más que por grandes secuencias.
Pero
lo más interesante en Star Trek es su sentido del humor. No sabría
decir si esto caerá bien en los seguidores o no, pero la primera parte, con
su segmento de adiestramiento militar, adquiere un tono de comedia
adolescente que hace bien a los personajes y a la película, habilitando un
clima más distendido (como de film de aventuras berreta). A esto hay que
sumar la incorporación del talentoso Simon Pegg, quien sabe trabajar otros
registros humorísticos más cercanos al absurdo. Abrams entendió que para
hacer borrón y cuenta nueva era necesario contar la historia desde el
comienzo, pero también renovar el público ofreciéndole algo nuevo. Sin
traicionar a los personajes, lo que hizo fue achicar el lastre de la
solemnidad y aplicar a la nave Enterprise una cuota de bienvenida ligereza.
Tal vez los fanáticos puedan sentirse ofendidos por la irreverencia con la
que son retratados los protagonistas, pero no podrán negar que su
comportamiento es congruente con la edad que tienen, ni que esto beneficia a
una saga que pedía –ya desde hace rato– diálogos más chispeantes.
Tal vez el director se pasa un poco de la raya al aplicar sus queridos
viajes en el tiempo a lo “Lost”, que aquí no funcionan desde lo narrativo,
aunque esto permita un lucido cameo de Leonard Nimoy (el Sr. Spock de la
serie original). Momento autoconsciente dedicado a esos fanáticos que la
saga no se puede dar el lujo de perder. Porque si bien es cierto que hay que
atraer nuevos públicos, el que estuvo allí desde siempre se merece algo de
respeto. Respeto, palabra compleja que en el cine se traduce muchas veces en
pesadez y aburrimiento. No es lo que sucede con Star Trek, un film
sin mayores aspiraciones que sin embargo, o tal vez por eso, cumple con su
búsqueda de entretenimiento chapucero y logra instalar nuevamente a Kirk y
Spock como los héroes de acción que la galaxia estaba necesitando desde los
tiempos de Han Solo.
Mauricio Faliero
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