Lo mejor de
Sueños de gloria es que en Sueños de gloria no hay sueños ni hay
gloria. Lo que sucede es que Sueños de gloria no es Sueños de
gloria sino The World’s Fastest Indian, y este título dice mucho
más de la película que el escogido para la distribución en la Argentina (con
el muy probable efecto de ahuyentar a espectadores potenciales). Aunque es
cierto que, como se ha estrenado entre Navidad y Año Nuevo, puede que la
horda de solitarios que se desvive por ir al cine en estas épocas esté
ansiosa por ver otra historia más de “realización personal, perseverancia y
esfuerzo felizmente coronados por el éxito y la conquista de la meta
perseguida”. El asunto es que si bien en The World´s Fastest Indian
hay un sexagenario de Nueva Zelanda que allá por la década del sesenta se
obstina en conseguir el récord mundial de velocidad con la Indian del título
–una mítica motocicleta de los años ‘20–, no hay ningún tipo de
sentimentalismo edificante, ni etéreas moralejas, ni discursos vagamente
insípidos como los que sugieren la palabra “sueño” despojada de su
significación onírica o la palabra “gloria” como sinónimo de... fama.
Como dijimos, la
Indian del título original es una moto y lo que conmueve es la relación
concreta entre esa moto y Burt Munro (Anthony Hopkins), el hombre que la
prepara y conduce hasta transformarla en la moto más rápida del mundo,
previo viaje desde Oceanía a las salinas de Utah primero en barco y luego en
automóvil. La película de Roger Donaldson, el director de Sin salida,
Especies y Dante´s Peak (y en este caso también guionista él
solo por primera vez), establece una relación similar a la de Munro y su
moto entre la cámara y los objetos. Ninguna de las imágenes del film está
destinada a resaltar por su valor simbólico. Detrás del plano detalle de un
apretón de manos no hay nada más que eso, un apretón de manos entre dos
hombres que no se conocían y un rato después se despiden sabiéndose amigos;
pero resulta que tan simple plano es mucho más elocuente que cualquier
mensaje o pliegue simbólico que otro cineasta hubiese querido adicionarle.
Sin dudas, su austeridad emotiva es deudora del cine clásico, y desde ese
punto de vista es una película que parece haber sido filmada hace más de
sesenta años, lo que la coloca en un lugar incómodo, pues para el grueso del
público no ofrece ninguna de las convenciones visuales contemporáneas y para
la crítica no abre nuevos caminos estéticos. A resultas de lo cual sólo
parece estar destinada a un limbo de invisibilidad al que no son
ajenos el título con el que la distribuyen y la semana del año en que han
decidido estrenarla en nuestro país, y eso que es una de las diez mejores
películas del año.
Conozco a un colega que es capaz
de mojar el sándwich de miga en un Merlot mezclado con Coca-Cola y esa
imagen también dice mucho del personaje de Burt Munro, uno de esos hombres a
los que el común de la gente suele –solemos– calificar de “personajes”,
olvidando que todos lo somos según el punto de vista del que nos mira. Claro
que mi colega también es capaz de subirse al Aconcagua así como Munro fue
capaz de batir seis veces el récord mundial de velocidad con su moto. Pero
uno suele acordarse de los detalles poco convencionales de esa clase de
tipos más que de sus virtudes. Burt Munro (quien realmente existió y sobre
el cual el mismo Donaldson filmó un documental allá por 1971 llamado
Burt Munro:
Offerings To The God Of Speed)
vive en su taller mecánico, orina todas las mañanas contra un limonero del
jardín en vez de usar el baño, y corta el pasto de su terreno cuando se le
antoja, para enojo de la familia vecina, que sostiene que dicho descuido
desvaloriza los terrenos y propiedades del barrio. Así comienza el film, y
ya nos da la pauta de la relación entre el protagonista y su entorno. Pero
aunque aquel no se rige por la moral pequeño burguesa del resto, no vive esa
diferencia como una provocación o bandera, ni tiene problema alguno con los
demás vecinos. A lo sumo, son ellos quienes pueden llegar a tener problemas
con él, pues Munro hace de su mundo un lugar autosuficiente e incluso
hospitalario para todos aquellos que estén dispuestos a unírsele. No parece
casual, entonces, que estos sólo sean aquellos que están en los extremos,
digamos “improductivos”, de la sociedad: el hijo de los vecinos que no tiene
más de diez u once años y pasa todo el tiempo que puede en su taller, los
motoqueros que primero lo desafían y luego lo reconocen como a uno de los
suyos, un par de mujeres de su edad que no han renunciado ni al baile ni al
sexo, un travesti de Sunset Boulevard al que Munro no discrimina (un poco
porque ni cuenta se da de que es travesti pero sobre todo porque no le
importa), y finalmente todos aquellos apasionados por las motos que
encuentra en Utah.
Tres son los
escenarios fundamentales de la película: Nueva Zelanda como punto de partida
del viaje que Munro emprenderá con su motocicleta, el océano y la carretera
como espacios de paso en los que igualmente entabla relaciones profundas, y
las salinas de Utah en las que se desenvolverá la competencia. A través de
todos ellos, el personaje se vincula concretamente con el mundo exterior,
fueren objetos o personas, pero en ninguna de esas relaciones está ausente
la franqueza, el respeto, el humor, el afecto o la emoción (tanto entre los
personajes como entre nosotros y el protagonista). The World´s Fastest
Indian está construida como si fuera la despedida de un mundo mucho
menos complejo que el actual, signado por relaciones más cercanas e íntegras
entre la gente, y entre ésta y su entorno. La secuencia en la que Munro
recoge a un conscripto, que va a despedirse de su familia mientras habla con
entusiasmo de la inminencia de su partida a Vietnam, no sólo fecha a la
película sino que la confirma como una despedida elegante, ni inflamada ni
sentimental, de ese tiempo distinto en que buena parte del mundo podía darse
el lujo de confiar en lo(s) desconocido(s).
Es cierto que eso
desconocido tal vez sea la muerte, como me dijo el colega que subió al
Aconcagua, pero también es cierto que la relación establecida con la muerte
en la película no es la de la víctima con el ídolo al que debe sacrificarle
su existencia ni la del que se entrega a ella por inercia, o por falta de
imaginación o deseo. La muerte, en The World´s Fastest Indian, es
parte de la vida, de las cosas y del cuerpo, y el sentido que adquiere la
vida es el de un tanteo constante, aunque responsable, de los límites
físicos, para mejor amar, vivir y morir. De allí la maravillosa tensión que
tienen los últimos veinte minutos del film, aquellos en los cuales Munro
pone a prueba a su moto, a su cuerpo, a los dioses de la velocidad, a su
vida, y a la vida misma en procura de alcanzar un récord que no entraña
ningún beneficio utilitario, pero en cuyo riesgo consciente está cifrada una
porción de verdad tan intensa como irrefutable.
Marcos Vieytes
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