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SUNSHINE

Hungría-Alemania, 1999


Dirigida por István Szabó, con Ralph Fiennes, Rosemary Harris, Rachel Weisz, Jennifer Ehle, Molly Parker, Deborah Unger.



Esta rentrée del veterano realizador István Szabó (Budapest, 1938) es faraónica. Tres horas de metraje para cubrir 80 años en la vida de una familia judía húngara –los Sonnenschein–, sobre la que el relato se posa generación tras generación. La voz en off de Iván, el más reciente de los hijos pródigos, va puntuando las imágenes, aunque mejor sería decir que va tirando de ellas, como si fueran un hilo que nos lleva sin apuros desde el pasado hacia el presente.

El tramo inicial transcurre entre fines del siglo XIX y los primeros años que siguen a la Primera Guerra Mundial. Son tiempos del imperio austro-húngaro, y Emmanuel Sonnenschein, un anciano barbado y apacible con aspecto de rabino, su esposa regordeta, sus dos hijos varones y su hija mujer ocupan el centro de la escena. Algunos de los leit-motivs de la película asoman ya: el tónico energizante "Sunshine" (cuyo nombre proviene de una marketinera deformación del apellido Sonnenschein), resultado de una antigua receta familiar y que es la base de sustento económico del grupo; la necesidad, o quizá la conveniencia, de adaptarse al medio para prosperar. El nombre del tónico, de hecho, es el primer y nimio ejemplo de una larga serie de asimilaciones con las que distintos miembros de la familia buscarán abrirse paso en este mundo (las más de ellas tenderán a escamotear su naturaleza de judíos).

Dicho y hecho: tras recibirse de abogado y a poco de iniciar una prometedora carrera como juez, al joven Ignatz Sonneschein (Ralph Fiennes) cierto burócrata le propone integrarse a la Corte Central. A cambio, claro, de un pequeño sacrificio: cambiar su apellido por uno que suene "más húngaro". Así es como Ignatz, sus padres y hermanos pasan a apellidarse Sors. La otra peripecia de este tramo tiene que ver con el amor irrefrenable que surge entre Ignatz y su hermana Valerie (que no es hermana sino prima-hermana, pero lo mismo da, ya que fueron criados por la misma madre y el romance huele a incesto). Las que se adaptan aquí son las tradiciones religiosas, ya que finalmente se casan, y tienen hijos que nos llevarán a la segunda etapa del film. Lo mejor de la primera es el ritmo: todo avanza a paso firme, lo que impide que suframos de antemano las dos horas largas que aún nos quedan por delante. También brillan varios apuntes emotivos, como la "alegría frustrada", incompleta, del viejo Emmanuel –otro que se había enamorado de su prima aunque no se animó a desposarla– durante la boda, y otros de tinte político, como la premura y el descaro con que los burócratas del Emperador tejen y destejen negociados en el alto nivel.

Sobre el fin del primer bloque narrativo ya aparece embrionariamente uno de los problemas que se harán troncales en Sunshine. Me refiero a las discusiones entre Ignatz y su hermano (es decir: entre un celoso juez del Emperador y un encendido militante comunista), que están demasiado pobladas de lugares comunes. La superficialidad en el tratamiento de estos y otros temas socio-políticos reaparecerá más vigorosamente luego, obligando al film a pagar un precio que es doble: el de que el "telón de fondo", que es la historia del siglo XX, pase a primer plano desplazando al drama y, a la vez, que lo haga sin la consistencia ni la hondura que tales temas (¡que han sido tratados tantas veces!) reclaman.

El segundo tramo va de la década del '30 hasta fines de la Segunda Guerra. Está centrado en otro personaje interpretado por Ralph Fiennes: Adam Sors, hijo de Ignatz, un espléndido esgrimista que representa a Hungría en las Olimpíadas nazis de 1936, pero enfrenta la creciente persecución que en su propio país se desata contra los judíos (los Sors ya no cambiarán de nombre sino de religión, para casarse "por Iglesia" como Dios manda). Acá es la propia peripecia deportiva, que se extiende y densifica aproximando las imágenes a un documental de esgrima, la que llega a empañar el drama. Y es el drama, en variante pasional, el que ofrecía el mejor filón también aquí, desde el momento en que la esposa del hermano de Adam se enamora de él, y mucho, tanto que empieza a derretir sus cada vez más vagos argumentos de lealtad fraternal...

Del ágil ritmo inaugural apenas si quedan vestigios. Las imágenes de archivo, otras que están trucadas (en blanco y negro, pero filmadas ahora) y los movimientos que se congelan para transformarse en fotos también empiezan a pesar. Algo parecido sucede con la acumulación de tópicos históricos: la caída del Imperio, la llegada del PC al poder (hacia 1919), la guerra servo-húngara y varios etcéteras van tornando más y más indigerible al plato.

El último segmento está protagonizado por el hijo de Adam, Iván. Sí, otra vez Ralph Fiennes, que es un gran actor pero no consigue salir airoso de tantos personajes sucesivos, especialmente si se tiene en cuenta que el maquillaje entre uno y otro cambia muy, pero muy poco. Esta etapa arranca en la década del '40, y focaliza en la locura y la brutalidad (no exenta de antisemitismo) del stalinismo gobernante. Iván, precisamente, es un oficial stalinista y judío (no del todo, luego de tantas adaptaciones, pero judío al fin) que deberá enfrentar tarde o temprano inevitables problemas de conciencia. Obvia entre las obvias conclusiones que maduran es que "no importa el signo: el poder siempre corrompe a los humanos".

Pasan muchas otras cosas, pero paremos aquí.

Si Szabó no hubiera sido tan ambicioso, habría podido redondear un film mucho más breve (una hora y media, o a lo sumo dos) con lo mejor que Sunshine ya tiene: una pizca de "telón de fondo" –¡pero al fondo, che!– y esos toques de emoción, pasión, desgarro que son lo mejor de cada una de las etapas. No fue así. Lo que tenemos, pues, son tres películas desarboladas, en las que los temas narrativos tienden a desdibujarse, y los históricos a desembocar en ideas pequeñas, gastadas.

Guillermo Ravaschino     


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