Difícil
era prever esta apología al fílmico y al cine (tanto a su producción como a
su recepción) como agente de socialización y cohesión surgida de la pluma y
la cámara de alguien a quien, a priori, identificábamos rápidamente con el
universo de la televisión, tal vez el principal responsable de la
atomización de la experiencia audiovisual. J.J. Abrams, creador de las
difuntas series de TV estadounidenses “Felicity”, “Alias” y “Lost”, y de la
actualmente en el aire (aunque en pretemporada) “Fringe”, es considerado uno
de los popes de esta aparentemente interminable edad de oro de la televisión
estadounidense, además de haber sido el encargado de llevar a la pantalla
grande (con bastante éxito, vale aclarar) dos proyectos que se originaron
–curiosamente en el mismo año– en la televisión: “Misión Imposible” y “Viaje
a las estrellas”, ambas de 1966. Claro que la televisión en Estados Unidos
ya no es lo que era: las series de ficción de ese origen han avanzado
progresivamente hacia la sofisticación formal, la diversificación de las
estrategias narrativas y la exploración de temas y tonos que difícilmente
encontraríamos en el cine mainstream de cada jueves. Y a diferencia de
aquella primera generación de directores artesanos que hicieron la
transición de la televisión al cine en la segunda mitad de la década del ‘50
(Sydney Lumet, Martin Ritt, el más elusivo John Frankenheimer),
caracterizada por cierta desidia en la puesta en escena, que subordina la
forma a la palabra y al Tema, J.J. Abrams logró trasladar la preocupación
por el desarrollo de personajes que se encuentra en el centro de la ficción
televisiva al formato de largometraje y moldearla con herramientas puramente
cinematográficas.
Estilo evidente a primera vista:
la cámara ágil, cinética, el montaje veloz pero inteligible (nada del caos
visual de Michael Bay o el zarandeo mersa de Tony Scott) y la proliferación
de “lens flares”, efecto óptico resultante de la emisión de luz de una
fuente directa sobre el lente de la cámara, generalmente considerado un
accidente indeseable o, en el cine documental, marca de veracidad, y que
Abrams eleva a la categoría de Bella Arte. Como en Star Trek y sus
flares cegadores, el autor de Super 8 quiere que veamos todas las
luces: las de un tren fuera de control, las de una nave espacial abandonando
la Tierra, las de un pequeño pueblo repentinamente transformado en
involuntario campo de batalla fuera de control, la de un proyector de Súper
8 casero que recupera del tiempo y de la muerte a la madre del protagonista.
Abrams transforma a un recurso óptico en parte clave de la ecuación
emocional de Super 8, de forma análoga a como lo hiciera Steven
Spielberg con los mencionados flares, aunque con un sentido
diferente, en Encuentros cercanos del tercer tipo.
Quien se haya informado
mínimamente sobre Super 8 sabrá que Spielberg es el impulsor como
productor e inspirador (como responsable de las primeras películas de gran
presupuesto para toda la familia en el alba de los blockbusters a
fines de los ’70 y principios de los ’80) de este proyecto, hasta el punto
del homenaje o la coautoría, a juzgar por el argumento: un grupo de chicos
aventureros que recuerda al de Los Goonies o al de Cuenta conmigo,
liderados por un preadolescente incomprendido con un padre ausente (tan, tan
parecido al Elliot de ET) registran accidentalmente mientras filman
una película de zombies casera la presencia de un alienígena también
incomprendido. Pero más allá de estas citas casi literales a ese ícono de
una forma de cine que lamentablemente degeneró en los tanques descerebrados
que nos invaden todos los jueves (mientras que el propio Spielberg
evolucionó en uno de los realizadores de cine de género más oscuros y
complejos durante la última década), lo que alcanza Abrams es la infrecuente
sinceridad de un universo formulado desde los más mínimos detalles de un
pasado rememorado, que en este caso es la (pre)adolescencia durante los ’80
en Estados Unidos. Como lo hizo George Lucas en la cincuentona American
Graffiti, Richard Linklater con la felizmente diletante Rebeldes y
confundidos y Greg Mottola en su agridulce y melancólica
Adventureland, Abrams compone su película con los retazos del cosmos de
elementos de la cultura pop que cristaliza en cada uno de nosotros y, como
los anillos de crecimiento en los troncos de los árboles, delata el ambiente
en el que crecimos y nos conformamos como sujetos en una constelación
social. Y de ahí, sí, su bienamado Spielberg y la concepción de cine que él
inauguró y que Abrams prolonga en cine y televisión, pero también George
Romero, a quién homenajean los personajes de Super 8 en la película
dentro de la película que realizan, gloria y loor al Maestro, tal vez el
primer preadolescente (aunque tardío) en filmar una película casera de
zombies. O los hits pop del momento, que juegan un rol tan
central en Super 8 como las canciones del incipiente rock ’n’ roll
que suenan en el estéreo del auto en American Graffiti, el himno
a las vacaciones escolares “School’s Out” de Alice Cooper en Rebeldes y
confundidos o el infierno en la Tierra que significa “Rock me Amadeus”
sonando en loop en Adventureland. Acá es donde el acto de hacer cine
se vuelve la cosmogonía de un universo concreto en la pantalla que recrea un
universo simbólico y emocional surgido del interior de su autor.
Pero la película se llama
Super 8 y es este formato el que termina de definir la mirada hacia el
pasado y la adolescencia de la película. Porque el formato analógico y el
milagro fotográfico que esconde (la impresión de luces y sombras sobre una
superficie de acetato) trae emparejado un compromiso emocional o espiritual
diferente a la codificación binaria del formato digital. El Súper 8, esa
conjunción maravillosa entre el misterio de la imagen cinematográfica y la
cotidianidad del home movie, juega en este grupo de cineastas
improvisados aunque con roles muy precisos el rol de máquina de sueños, aun
cuando la necesidad de realidad se imponga: frente a la catástrofe del tren
accidentado, los chicos deciden correr la cámara e interrumpir la filmación
de la película de zombies para poder ver ese horror. Y la
cámara de Súper 8, con todos los ritos que la acompañan, se transforma en
los ojos con los cuales aprender a ver el mundo. Al igual que en otro gran
film de preadolescentes cineastas: El hijo de Rambow, el hermano
travieso de Super 8, una película inglesa que siente por Rambo
y por el VHS el mismo amor que la película de Abrams por Spielberg y el
fílmico de paso reducido.
Esa mirada
al pasado nos devuelve en el presente un elemento que, junto a la inocencia
típica de las películas de Spielberg, creíamos desaparecido del cine
mainstream contemporáneo, tan relacionado con el impacto de los efectos
especiales y su lugar en el relato. Frente a la saturación indiscriminada de
FXs pantagruélicos e inexpresivos de la conjunción de ceros y unos del mundo
digital, Abrams recupera una tradición más artesanal (el protagonista de
Super 8 es el encargado del maquillaje y los modelos en miniatura en el
corto de zombies), en la que el efecto especial (“valor de
producción”, grita el guionista y director del corto cada cinco minutos) no
se impone al relato, sino que funciona como plataforma de despegue hacia lo
maravilloso, aquello que Todorov definió como “lo que está por venir”. Que
en el mundo del adolescente es el resto de la vida: el amor, la amistad y
muchas, muchísimas nuevas películas.
Hernán Ballotta
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