| Los especialistas en 
    guiones recomiendan habitualmente que a la hora de escribir una historia no 
    se arroje al espectador información continuamente ya que el cerebro es una 
    "maquinaria" que actúa por ciclos, y no se puede estar del todo atento, 
    frente a la pantalla, de manera constante. Esa es la primera regla que rompe
    La supremacía de Bourne. La otra, más que una regla es esa convención 
    social que proclama que segundas partes no son buenas.
 En 2002 
    Identidad desconocida (The Bourne Identity) se presentó como una 
    película que renovaba en cierto sentido el cine de espías, con un personaje 
    protagónico, Jason Bourne, que era un asesino entrenado por el mismo 
    gobierno de los Estados Unidos, que sufría de amnesia y al que había que 
    eliminar. Pero sus aciertos se veían restringidos por el poco vuelo que le 
    imprimía el director Doug Liman a la narración. Estábamos 
    entonces frente a una buena historia llevada a la pantalla de manera 
    irregular. Dos años después se hizo cargo de la continuación Paul 
    Greengrass, de quien aquí vimos Vuelo en busca del amor, y que tiene 
    en su haber un par de premios en el Festival de Berlín de 2002 con Bloody 
    Sunday (incluido el Oso de oro compartido con El viaje de Chihiro). 
    Y su mano obró el milagro. La historia 
    es simple: un par de crímenes se han cometido en Alemania y por una maniobra 
    de los autores queda implicado el bueno de Bourne (Matt Damon), que estaba 
    con su novia Marie (Franka Potente) en la India, pero con los mismos 
    problemas de memoria de siempre. A partir de allí la CIA comenzará la 
    cacería del héroe a escala mundial. Algunos han 
    rescatado de Bloody Sunday la cámara en mano que utilizó el director. 
    Recurso que es puesto en nuevamente en práctica, y con excelentes 
    resultados, en La supremacía de Bourne. Además Greengrass recurre 
    reiteradamente al zoom, re-encuadrando dentro de los mismos planos muy en el 
    estilo de John Woo. Pero a no confundirse, estos artilugios visuales no son
    formalismos aislados; potencian decididamente el nervio dramático del 
    relato. Un poco como en Colateral, de Michael Mann, la forma hace al 
    fondo. Lo 
    interesante del "método" de Greengrass se puede apreciar por ejemplo en la 
    escena de la pelea cuerpo a cuerpo entre Bourne y otro asesino, en el 
    departamento de este último. Allí el director privilegia los planos largos, 
    y estos transforman a esa lucha en algo mucho más real y cercano que lo 
    habitual en el cine de acción. Casi un concepto nuevo para el género. Al comienzo 
    hablábamos del ritmo. Si uno cronometrase el film podría estar seguro de que 
    aproximadamente cada 10 minutos ocurre algo que dispara la película hacia 
    delante. Esto podría generar un agotamiento del espectador. Pero lo que hace 
    Greengrass, en vez amontonar escenas de acción, es ir sumando suspenso y de 
    ese modo el interés se acumula hasta llegar al clímax en una persecución 
    automovilística como hacía tiempo no se filmaba. La 
    supremacía de Bourne 
    se juega en dos terrenos. Por un lado en las múltiples huidas del personaje, 
    y por el otro en las disputas entre los integrantes de la CIA. Allí se 
    plantea un duelo impecable de los agentes Landy y Abbott, interpretados 
    respectivamente por Joan Allen y Brian Cox con una concentración admirable, 
    sin desbordes de ningún tipo. Precisamente uno de los aciertos de la 
    franquicia Bourne ha sido confiar los personajes a buenos actores. Cox 
    –que viene de la primera parte– ya había demostrado dentro de otro estupendo 
    entretenimiento como X-Men 2 que no hay papeles despreciables. En este 
    contexto, el Jason Bourne de Matt Damon es lo más destacable. Se nota un 
    crecimiento del personaje respecto de Identidad desconocida, que no 
    bstante no quiebra, ni degrada, el perfil del rol. El tipo sigue tan cabrero 
    como de costumbre. Se trata en todo sentido de un antihéroe a prueba de 
    balas, violento y cascarrabias. Sin duda que sus pulsiones violentas, casi 
    primitivas, son las que marcan la diferencia con otras películas del mismo 
    género. Nada que ver con el típico winner que la juega de chistoso, 
    con líneas de diálogo cancheras. La película es consecuente con Bourne: 
    firme y seria, sin llegar a ser presuntuosa ni solemne. Greengrass tampoco 
    sabe de distancias irónicas. Más allá de 
    que –a diferencia de la primera parte– acá la CIA no queda mal parada, La 
    supremacía de Bourne resulta mucho más placentera que su predecesora. La 
    mayor virtud es la de mantener los aciertos y mejorar los puntos débiles de 
    la anterior, que puede ser entendida ahora como la antesala de un juego muy 
    divertido. Que en el fondo de eso se trata. Un entretenimiento sólido que 
    sabe cómo captar la atención del espectador durante casi dos horas. 
    Construido, para espanto de Hollywood, sobre la base de un personaje 
    antipático, oscuro y solitario. Pero, claro, no carente de emociones. Como 
    las muchas que propone esta película. Mauricio Faliero      
    
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