El tercer capítulo de la saga que hizo famoso a James Cameron (y en menor
medida
–porque
ya lo era– a Arnold Schwarzenegger)
llegó envuelto en un clima extraño, singular. Tiene que ver con el
tiempo: nada menos que dos décadas nos separan de
Terminator, y más de una de Terminator 2. Pero también pesa
el hecho de que esta saga ostentaba cierto prestigio artístico del que la
mayor parte de sus primas hermanas (La guerra de las galaxias,
Alien) ya no podían hacer gala: Terminator 2 no tenía nada que
envidiarle a Terminator. Y si uno desde algún lugar ansiaba una
tercera parte que sostuviera y prolongara el nivel de las previas, desde
otro no la deseaba, con la presunción
(y algo
más que eso) de que
no vendría a sostener niveles sino a degradarlos, a embarrar el aura, a
oscurecer la tradición. Terminator 3 no es para nada una mala
película de acción, o de ciencia ficción, pero algo de eso ocurrió.
No es que la idea de continuar la historia no haya sido justa y necesaria;
todo lo contrario. Una saga protagonizada por alguien/algo que viene a
atacar a otro y luego a defenderlo proyecta un "cono de interés" sobre ese
otro. Mucho más si de ese otro depende, o casi, la victoria de la humanidad.
Ese otro pide ser protagonista, completar su historia, concluir
aquello que motiva semejante oposición. Y aunque John Connor todavía no
termina de ganar el centro, se va acercando.
El título
que dirige Jonathan Mostow retoma linealmente la cronología. Como se
recordará, en la primera entrega Sarah Connor, madre del futuro líder de la resistencia
humana en la también futura guerra contra las máquinas, era perseguida por
un Terminator retrospectivamente insertado en el presente por
las computadoras. En la segunda, el propio Connor (John, hijo de Sarah, de
14 años ya)
era salvado una y otra vez por una versión aparentemente idéntica de
Terminator, pero que "había sido" reprogramada por los humanos del futuro entre los que
el propio Connor ocupó (ocupará, o habrá ocupado si las cosas vuelven a
salir como antes) un lugar preferencial. El personaje
de Arnold tuvo ahí por antagonista a otro Terminator, el T-1000, un modelo superior,
extraordinariamente interpretado por el actor Robert Patrick.
La que lo reemplaza ahora,
siempre con el mismo fin de aniquilar a Connor y apagar la llama, es una Terminator rubia y muy bien torneada
–técnicamente, una T-X– a la que pone cuerpo la despampanante (de seguro
ascenso, cuanto menos en lo inmediato) Kristanna Loken. La inclusión del
género femenino en semejante rango del esquema Terminator es la mayor
novedad de un film que vuelve notoria y excesivamente sobre el recorrido de Terminator 2:
entre la primera y la segunda hubo un crecimiento mucho mayor que entre esta
y la película que nos ocupa hoy. La novedad presenta unas pocas
consecuencias y derivaciones. Semejante poder en cuerpo de una fémina
constituye un desafío a la única concepción de "superioridad" del macho que
todavía se mantiene en pie por estas latitudes (y longitudes análogas): la
de la fuerza física. Pero es un desafío ambiguo, ya que las "ventajas
comparativas" de la Terminator no dejan de estar asociadas a su belleza, es
decir al más proverbial de los proverbiales encantos del... sexo débil.
John Connor orilla los veinte años, y el ente que compone Schwarzenegger
(hombre que ya sopló las 56) vuelve a hacer lo de antes: protegerlo.
La "letra chica" del
guión sigue proveyendo ideas. Ahí está la rubia emulando
bucalmente el sonido de un módem para penetrar sistemas desde su teléfono
celular, o inflando mecánimente sus tetas (todavía más) para embarullar a
los policías. Ahí está el propio Mostow echando mano de nobles recursos clásicos,
como el espacio fuera de campo para dar la terminación de una mujer y
un uniformado a los que esta misma rubia sustrae los automóviles (luego de
proferir suavemente: "me gusta tu vehículo..."). La rubia es un
artefacto mortífero pero también es, en parte, una de esas rubias que
históricamente representaron en el cine a cierta clase de frialdad
arquetípica (vean esas sonrisitas inescrupulosas que "se le escapan" en dos
o tres ocasiones). Ahí están ciertos estupendos ritmos y
climas de montaje, como la irrupción de Arnold arrasando a su antagonista
con una camioneta, proseguida con los tres (ciberorganismos, móvil) muy
quietos, incrustados en un galpón; suerte de tenue, muy sugestiva calma,
claramente condenada a quebrarse.
Schwarzenegger se ve más
viejo, pero sigue encajando en el rol. La demorada decrepitud de Arnold,
justamente, será una de las llaves que abran la puerta a una versión de
Terminator finalmente protagonizada por John Connor. Más vale que sea la
próxima, así que a prender velas para que esperen otro puñado de años
(o en su defecto, para que Arnold se deteriore del todo y lo asuma sin
cortapisas). La proverbial rudeza
–cuando
no dureza–
interpretativa del austríaco vuelve a resultar funcional a los tonos y los gestos de un
personaje de metal. El elenco también saca partido de la
frescura de Claire Daines (extraordinariamente "casteada" en tándem con
Kristanna: una verdadera máquina al lado de una belleza mucho más "humana",
por cercana y familiar)
como la candidata romántica de Connor. Está bien que no se besen. O por lo
menos comulga con la ausencia de una subtrama sentimental de esas que están
tan a la orden del día: latosas, lastrosas, pudorosas. Reblandecidas. Connor
corrió por cuenta de Nick
Stahl, quien se luce menos.
Otra consecuencia del
tiempo es la erosión de algunos pilares argumentales. Y me refiero a la
autoconciencia de las computadoras y al hecho, nunca abonado o justificado,
de que esto las lleva a emprender la aniquilación del género humano. The
Matrix, que hace apenas algunos días supo estrenar su continuación, es
uno de los elementos que aceleraron la amortización de este costado de la
trama. Más aun: en este sentido, el primer episodio de los hermanos
Wachowski llegó más lejos que el film de Mostow.
Guillermo Ravaschino
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