Haber tenido a Marcel Proust leído hubiera sido conveniente por un lado, para ganar
perspectiva sobre estas imágenes, a las que "En busca del tiempo perdido", y en
menor medida el resto de la obra de Proust, sirven de punto de partida. Por otro lado, no.
Porque sigue resultando saludable creo reclamar de un film la autonomía, o autocontención,
que permita disfrutarlo independientemente del conocimiento exhaustivo de otra obra
previa, fuere o no literaria. Y yo, que no he leído a Proust, me permito aventurar que la
última cualidad de El tiempo recobrado es la autocontención.
El film de Raúl Ruiz (chileno,
radicado en Francia desde mediados de los '70) empieza con un viejo Proust regulgitando
recuerdos y revisando fotos en su lecho de muerte. Corre la década del veinte. En esas
fotos están algunas de las criaturas del pasado que poblarán las casi tres horas de
proyección que nos quedan por delante. No son dos ni tres sino unos diez personajes
centrales, todos ellos muy paquetes, algunos más hechos, otros más derechos,
otros algo descangayados. Durante unos treinta minutos, la música y los travellings (la
cámara no dejará ya de trasladarse en derredor de unos y otros), pero también las
miradas y los pausados movimientos de los personajes, envuelven a las acciones en una
atmósfera de evocación y ensoñación que las fija cabalmente en el ayer. La sensación
de pérdida que de ello se desprende ha de quedar, al cabo, entre las pocas emociones que
depara esta película. El propio Proust (Marcello Mazzarella, que tiene algo del escritor
pero también de Peter Sellers) oficia como narrador, aunque no es mucho lo que narra;
cabe agradecerle a Ruiz que no haya caído en el horrendo truco de transcribir
textualmente largos párrafos de una novela para hacerlos funcionar en off. El problema es
que ninguno de los personajes tiene mayor desarrollo o movimiento, lo que habida cuenta de
la duración del film debería considerarse cuanto menos pecaminoso.
El elenco en general está muy bien.
Exceptuando a John Malkovich, que subraya insoportablemente las extravagancias del barón
Charlus, todos los demás parecen aristócratas de carne y hueso. Y la escenografía es
tan despampanante como cabía imaginar. No cuesta, pues, sentirse parte de los eventos en
medio de los cuales nos instala el film, que se parece a un pase libre para participar de
todos esos rituales en los que nuestros aristócratas se encuentran y reencuentran a lo
largo de los meses y los años. La ocasión puede ser una fiesta, una tertulia o una nada
sencilla reunión social; el ámbito puede ser el de un hotel, un restaurant, una mansión
o un cementerio. Lo que cuesta en cualquier caso es soportar esos rituales, ya que la
primera fiesta es prácticamente idéntica a la última... y esta burguesía es
aplastantemente pretenciosa, opaca, superficial. Entre Chopin, Schubert y Beethoven (a los
que nunca diferencian), medidas de armagnac, canapés de caviar y
apellidos que suenan como arpegios, la frivolidad de estas gentes se va convirtiendo
fatalmente en la de la película.
Los primeros minutos son los que mejor
funcionan, en parte porque allí desfilan ciertos temas inquietantes. La identidad, el
amor, los peculiares vaivenes que registran con el paso del tiempo. También puede
agradecerse la decisión de casting que juntó a las dos francesas más
bellamente lánguidas de dos generaciones, Catherine Deneuve y Emmanuelle Beart, y las
puso a hacer de madre e hija. Pero los temas no pasan del esbozo (de algún modo,
literario) y se diluyen en las aguas de las conversaciones de salón, en las que todas las
voces se funden en una monocorde, interminable y más temprano que tarde
indigerible plática burguesa. Que en todo caso parece honrar a uno, y sólo uno,
entre los múltiples oficios que se le atribuyen a Proust: el de cronista de chismes y de
modas.
El poeta (entre otras cosas) Juan
Gelman gustaba proclamar que cada vez que encontraba una "maquinita" para
escribir versos, la rompía y empezaba a buscar una nueva. Ruiz hace lo inverso con los
dos recursos formales que saltan a la vista aquí. Me refiero a los mentados travellings y
a un costoso juego escenográfico que acentúa el efecto de perspectiva mediante
desplazamientos de ciertas partes del escenario respecto de las otras, o mediante la
presencia de objetos gigantes (como un reloj de arena) en el plano más próximo
a la cámara. Nobles al principio, estos recursos se reiteran tanto que empalagan antes de
que el film promedie. Sin embargo, lo acompasan indiscriminadamente hasta el final.
Guillermo Ravaschino
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