El director James Mangold ha recorrido un largo camino, al menos en lo que a envergadura
de producción se refiere, desde su reciente debut, una película de discreto presupuesto
denominada Heavy, a esta Tierra de policías poblada de actores de nivel
desparejo, aunque todos muy bien pagos en la actualidad. Es el caso de Robert de Niro y
Harvey Keitel, que no habían vuelto a compartir un título desde Taxi driver, y de
Sylvester Stallone, cuya presencia no deja de resultar un tanto insólita hasta que, al
promediar el film, los tics de siempre le empiezan a surcar el rostro. La historia arranca
con bastante fuerza gracias a una cruza de géneros que Mangold maneja con habilidad. La
ciudad de Nueva York, cuna del crimen, también lo es de un abigarrado puñado de
policías que, finalizada la jornada laboral, regresan a la serenidad de Garrison, una
localidad habitada casi exclusivamente por policías. Freddy Heflin, un sheriff bonachón
y abúlico (condición perfectamente dada por el proverbial abombamiento de Sly) es la
autoridad formal en Garrison, pero el oficial Ray Donlan, un viejo zorro de la policía
neoyorquina corrupto hasta la médula, es quien rige los destinos del pueblito, fielmente
secundado por conspicuos exponentes de la mafia policial.
Durante algunos minutos, los ingredientes típicos del
thriller se combinan felizmente con el western para hacer de Copland una historia
de fronteras, en la que los policías, siempre de civil, se agolpan en el "4
Ases", un bar con aires de saloon, en el que Donlan y sus hombres se apoltronan como
pistoleros y el clima parece a punto de estallar. Precisamente sobre el Washignton Bridge,
la frontera entre la gran ciudad y el pueblo corporativo, transcurre el incidente que
dispara el plot, cuando cuatro balas del oficial Babitch, sobrino de Donlan, liquidan a
dos negros desarmados. El tío, entonces, fraguará la muerte de Babitch para esconderlo
en su casa hasta que pase la tormenta. La llegada de Moe Tilden (De Niro), un oficial de
Asuntos Internos que quiere investigar a fondo, turba la conciencia del adocenado sheriff
Heflin, que ve en la denuncia de la podredumbre y en la defenestración de Donlan la
última ocasión para recuperar autoridad.
El problema es que, junto con la situación de Donlan,
lo que se complica en este punto es la calidad del film. Una insólita vocación de
Justicia (el último de los credos de los habitantes de Garrison) aflora en Heflin, que ya
lleva 10 años haciendo la vista gorda ante los enjuagues de la mafia regional. La llamada
corrección política, a partir de aquí, se encargará de quebrar la coherencia
psicológica de este y otros personajes para ponerlos al servicio de dos postulados con
los que machacará insistentemente: algunos policías son corruptos pero no lo es la
institución; ningún hombre y esto incluso será dicho por una inapelable voz en
off está por encima de la Ley. Ingenuos, al borde del infantilismo, estos dogmas
van a arrasar con la trabajada solidez del primer tramo del relato. Los malos serán más
malos (pagando el precio de la credibilidad: hay quien manda a matar a un hombre poco
después de salvarle la vida), los buenos dispararán balas infalibles que harán caer a
los corruptos como moscas, el homenaje al western descenderá (con un par de citas obvias
de A la hora señalada, flojo título del '52). Last but not least, el tosco
fantasma de Rambo volverá a sobrevolar a Sly, ya plenamente convertido en un caballo
desbocado.