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TIERRA DE LOS MUERTOS
(Land Of The Dead)

Estados Unidos-Canadá, 2005


Dirigida por George A. Romero, con Simon Baker, John Leguizamo, Dennis Hopper, Asia Argento, Robert Joy, Eugene Clark, Joanne Boland
.



(No vi ninguna de las otras películas de George A. Romero. El universo de los zombies y del terror en general me es, debo decirlo, bastante ajeno; y films como este me hacen lamentarlo: lo que Romero trae en el anunciado retorno de sus muertos es un ejercicio de condensación narrativa y despliegue visual que parece dejar en claro por qué se lo respeta tanto al señor.)

Para los distraídos (como yo), la peli comienza con una especie de secuencia de montaje en la que se da cuenta –voz en off mediante y a modo de aluvión– de lo que pasó hasta el hoy de su narración, hasta este estado-de-las-cosas. Y lo que pasó, claro, no es de lo más lindo. Y menos todavía lo es el estado de la cuestión que dejó atrás (o adelante): habiendo explicado en poquísimo tiempo lo que había para explicar, Romero empieza su película con un mundo en el que los muertos son mayoría y acechan, y eso es todo lo que nos dice en los primeros minutos que componen la primera escena. El tipo te tira a la historia e impone su verosímil con certeros golpes: como en el resto del film, las acciones y los enfrentamientos físicos importan más que la continuidad narrativa y la información dialógica; acá la comunicación es primordialmente visual, y aterrizamos en la Tierra de los muertos de la mano de planos que muestran-informan lo que ve su protagonista: Riley (el desconocido Simon Baker) es el jefe de algo así como un equipo especializado en matar zombies y afanarles las provisiones humanas que han permanecido en su territorio; hay que conseguir comida y el tipo va, mata a los que tenga que matar, y trae la comida. Pero esta vez (que para el espectador es la primera) Riley –observando– se da cuenta de que los muertos-vivos empiezan a razonar y –más grave– a comunicarse. Ahí, apenas arrancada la cosa y a pura acción, está uno de los núcleos de conflicto de la historia y –a la vez– dos de las fuerzas que harán avanzar el relato. Y este comienzo sin vueltas es expresión del todo del relato: a partir de ese primer momento la cosa no se detiene nunca. Está dicho: narración condensada, información visual y sintética; el trabajo y las funciones de Riley, el lugar de los muertos en el mundo, el papel de los fuegos artificiales y los diferentes villanos del film se introducen mediante lacónicas menciones en diálogos que pasan inadvertidos en la vorágine de tensión y acción que son la mayoría de las escenas. El espectador se entera de a poco y sin subrayados, quizás a los golpes; pero se entera.

Como este primer núcleo –el central, el que la inscribe dentro de la saga y le da el título–, los otros dos conflictos que arman la trifásica trama se imponen rápidamente: Cholo (John Leguizamo) y sus pretensiones de poder por un lado, y Kaufman (Dennis Hopper) y su megalomanía bélico-empresarial en la otra esquina. Son, en este sentido, efímeras escenas paralelas las que se alternan para construir la tensión de múltiples afluentes que lleva adelante a Tierra de los muertos: algunos segundos del irritado Kaufman maldiciendo a los zombies y exponiendo todo su mal bushiano dan lugar a Cholo y sus incursiones en el terrorismo, para seguir con las andanzas de Riley y su flamante secuaz Slack (Asia Argento), recién rescatada del corazón del circo de Kaufman cuando estaba a punto de ser devorada por un par de "hediondos" encadenados (sí, hay que respirar y seguir). Repito: cual carrera de postas en las que veloces negros corren uno tras otro, la cosa –escena tras escena– no para nunca. Fragmentos paralelos y veloces: algo de olor a comic tiene todo esto (y hasta afirmaría mi sospecha si estuviese más familiarizado con tal arte), fundamentalmente en la sensación de transportarnos entre espacios y personajes para dar cuenta del mientras tanto, aunque se sacrifique así cualquier continuidad narrativa que comande el relato. Y es quizá de esta virtud –la acción como aluvión cinematográfico– que se desprende una de las posibles fallas del film: el desorden resultante de esta alternancia puede llegar a marear, y los múltiples focos no siempre le suman fuerza a su trama (da la sensación de que la aglutinación de líneas de conflicto a veces lleva a neutralizaciones recíprocas). Pero se trata de grietas remediables: la fuerza visual de las escenas –deudora de un montaje y una puesta en escena de quien sabe exactamente lo que hace– y el impactante realismo de los zombies funcionan como la estrella que opaca a un elenco que no siempre está a su altura. Los efectos especiales, que parecen escaparle a lo digital en los planos de canibalismo despiadado y realista, contribuyen en este sentido a que uno desee que el show continúe.

(Hablando de estrellas y elencos, una pausa: Dennis Hopper merece un paréntesis junto al personaje que encarna –Kaufman–: el hombre le pone el pecho al malísimo antagonista derrochando sobriedad en todas las pequeñas acciones, movimientos y diálogos que le competen. No nos sorprende. Queda dicho.)

Y, claro, la ideología: está la civilización sitiada por un magnate monopólico y megalómano, está la ciudad del consumo y del edén publicitario, están los dóciles co-ciudadanos de quienes habitan ese edén, y están los muertos, los extranjeros, la barbarie, los que son mayoría pero todavía se pudren. Las linealidades-para-la-alegoría se establecen sin demasiado esfuerzo: está Bush y está la élite empresarial que lo avala y acompaña; está el pueblo norteamericano (mundial) pasivo, neutral, embobado por los carteles luminosos del marketing, el dinero y el placer empaquetado; están los pueblos postergados, los hediondos, los que miran todo desde afuera. Y Kaufman-Bush distrae y maneja y encierra a sus ciudadanos con la excusa de los zombies-terroristas; y aquello que estaba para protegerlos los termina encerrando (lo dice Riley, ocurre por estos días en Inglaterra); y los zombies los atacan con las mismas armas de las que fueron provistos para ser funcionales al sistema (la destrucción del vidrio con la ayuda de palas y piquetes proletarios y el caso del líder zombie que utiliza el surtidor de gasolina para la venganza final son especialmente interesantes). Está también, no podía ser de otra manera, el enfrentamiento entre aquella civilización y aquella barbarie...

Habrá quienes se sientan molestos por tantas (potenciales) linealidades, y sería otra cosa –¿más primaria? – si vivos y muertos se enfrentasen cara a cara en despiadada y alocada batalla maniquea por la supervivencia, sin tantos pensamientos y subtramas y jugadores políticos. Pero todo lo anterior no parece dilapidar nada de lo que el film construye y –además– termina con el guiño de una metáfora que te deja más tranquilo: Romero quiere dejar las cosas claras; los zombies pensantes y los combatientes progres prefieren buscar sus propios espacios sin joderse unos a otros. No está tan mal repetirlo por estos días, menos aun si en el camino dicen presente unas cuantas extremidades sangrantes, furiosas masas zombies y la convicción y el amor hacia el género de lo ominoso.

Tomás Binder      

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