El tigre y el dragón, de Ang Lee, es un film que ha cautivado a todo
el mundo. Los críticos lo alaban, miles de espectadores lo han visto, ha
recorrido festivales cosechando premios y, posiblemente, se lleve más de un
Oscar en la próxima entrega de la Academia de Hollywood en marzo. Es que la
nueva película de este director taiwanés radicado en los Estados Unidos es
una novedosa fusión de varios géneros que, por lo extraña y diferente,
produce en el espectador –sobre todo– sorpresa, y luego admiración o
desconcierto, sin términos medios.
Aunque Ang Lee ha plasmado sus "obsesiones" con estilos muy
diversos, su filmografía se ve siempre atravesada por la misma temática,
que también recorre de manera subyacente a este nuevo film: la libertad de
elegir. Sus primeras películas orientales, Manos que empujan (1992),
El banquete de bodas (1993) y Comer, beber, amar (1994), ya
planteaban el encuentro entre la cultura oriental y la occidental, el choque
entre la tradición y lo nuevo, y los caminos posibles. En Sensatez y
sentimientos (1995), Lee fue un poco más lejos y dirigió la
adaptación de una novela de Jane Austen. En esta rara combinación que
resulta de un artista chino frente a un clásico inglés, el cineasta, sin
embargo, continuó fiel a su problemática (la madre casa a sus hijas por
conveniencia para trepar en la escala social). Luego vendrían un par de
películas sin estrenar en Argentina, que pasaron inadvertidas también en
el resto del mundo, hasta llegar a la arriesgada apuesta de El tigre y el
dragón.
Tigre agazapado, dragón
oculto
(según el título original) combina
la
aventura y la acción de las leyendas de espadachines de la China
imperial con el melodrama romántico. El cruce entre lo viejo y lo nuevo,
entre Oriente y Occidente, y el deseo de libertad están reflejados en esta
historia épica de heroínas (una guerrera, una destinada a casarse, una
vengadora) que se rebelan frente a su destino. También en la reformulación
que la película encara de clásicos films chinos de fantasmas, del cine de
artes marciales y de la utilización de los efectos especiales. De manera
que Lee pone en escena los temas que siempre lo han fascinado, no sólo en
el relato (en lo que cuenta) sino también en la narración (en la forma en
que lo cuenta), creando una síntesis entre el espíritu chino y la técnica
hollywoodense.
La espada de Li Mu Bai es el MacGuffin (la excusa que desencadena el
conflicto, según Alfred Hitchcock) para iniciar esta fábula de amor, honor
y fantasía. Principalmente esto último. Porque para deslumbrarse con el
nuevo film de Ang Lee es imprescindible dejarse envolver por la fantasía.
De otra forma, será casi imposible para el espectador esquivar el
desconcierto (y hasta la risa) cuando los personajes comienzan... a volar. Y
no sólo eso, también a deslizarse por las paredes, a trepar sin esfuerzo a
los techos, a caminar sobre el agua y a pelear suspendidos en las ramas de
los árboles. Estas destrezas resultan verosímiles sólo a la luz de la
tradición del wu xia pian, género literario y cinematográfico
chino muy popular hasta los años ‘70, en el que se inspiró esta
película. Eso sí, la técnica con la que están hechas es impecable y crea
la ilusión de que son danzas perfectamente coreografiadas.
El tigre y el dragón transforma aquellos relatos banales del cine
de artes marciales, que sólo están en función de enfrentamientos
intensos, en la pieza de una unidad dramática que se pretende indisoluble.
Pero sus finas pinceladas no dejan de ser esquemáticas a la hora de
delinear los conflictos, los héroes y los villanos. Por otra parte, el film
no sólo alterna entre peleas terrestres y voladoras, entre una posible
historia de amor y otra, entre un punto de vista y otro, sino que su tono
también sufre unos cuantos altibajos. A una extensa primera parte en la que
predominan la acción y la relación entre el guerrero Li Mu Bai y las
heroínas Yu Shun Lien y Jen, se suma un –no
menos extenso–
flashback en el desierto, que narra en tono intimista la aparición del
personaje de Lo, el comienzo de un romance y un nuevo giro en la historia.
Ciertas escenas oníricas, varios personajes secundarios que aportan la
cuota de humor y un final que retoma el tono poético del recuerdo terminan
de dar un pantallazo del extraño, algo tortuoso recorrido que estas dos
horas de Ang Lee suponen para el espectador.
Yvonne Yolis
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