Ya desde su opera prima Descubriendo el amor (1988), Lukas
Moodysson supo crear historias en las que los deseos, siempre anárquicos
e individuales, se ven condicionados por las pautas sociales... y
viceversa. Aquella película trataba sobre el amor entre dos chicas de un
pueblo suizo; en Todos juntos el interés del realizador por los
conflictos interpersonales se amplia, y en cierto modo se politiza.
La cámara se introducirá en una casa comunitaria,
"Tillsammans" (todos juntos), de las afueras de Estocolmo en
plena decada del setenta. Un grupo de personalidades divergentes que
parecen compartir un ideal y su exigencia implícita: vivir en la más
absoluta libertad. Esto le servirá a Moodysson de imagen alegórica de
esa época en la que cada uno parecía sentirse partícipe de un destino
común, el llamado sueño compartido. Sin embargo, al grupo se le hace
difícil mantener los compromisos y preceptos que lo constituyeron como
tal. El catalizador o disparador del cambio es la llegada de Elizabeth
(Lisa Lindgren), y sus dos hijos, Eva y Stefan, que en sus maletas traen
dosis de convencionalismo burgués que afectarán el estilo de vida
alternativo elegido por la comunidad. Su líder, Goran (Gustaf
Hammarsten), sufrirá cuando su mujer Lena finalmente decida ejercer el
amor libre que pregonaba su marido y tenga el primer orgasmo de su vida
con el militante marxista Erik. Anna, recién divorciada de Lasse,
estrenará su lesbianismo "por razones políticas" al oponerse
al patriarcado y a Klas, un gay hecho y derecho, deseoso de un poco de
acción. También están los vecinos, ella ruleros y tejido, él
masturbándose en el taller, que espían representando a la familia
convencional con su códigos de moral e hipocresía. Estos y otros
personajes despiertan simpatía y, generalmente, mucha ternura también.
Siempre con humor, nunca con prejuicios, Moodysson va a cuestionar unos
cuantos dogmas característicos de los 70, preguntándose qué significa
tener relaciones abiertas, si se pueden invertir roles masculinos y
femeninos, qué papel tiene la familia, qué les podemos enseñar
verdaderamente a los niños. Pero el cineasta sueco dista de tratar estos
tópicos con la seriedad y la gravedad que se hubiera impuesto, digamos,
su compatriota Igmar Bergman, y se concentra en cambio en divertirnos con
una serie de situaciones paradojales. Como cuando los chicos, que no
pueden tener "juguetes bélicos", fingen torturarse con picanas
citando a Pinochet; o cuando el militante extremista e hijo de un banquero
cree que el sistema colapsaría si todos los ahorristas retiraran sus
ahorros (¿se habrá dado una vuelta por el Cono Sur?). O cuando vemos
cómo esa comunidad cultora del vegetarianismo renueva su menú,
previa manifestación de los chicos, con numerosas salchichas que
obviamente no son de achicoria.
El trabajo de cámara de Moodysson es anárquico, sorprendente,
vertiginoso. Como en Descubriendo el amor, priman los primeros
planos sobre los generales, así como los interiores sobre los exteriores.
La articulación de secuencias gana con esos fundidos a negro o fucsia, o
con la foto fija del exterior de la casa. Parte de un arsenal que, en fin,
también incluye el zoom para reenmarcar las reacciones de los
protagonistas, y que termina reconociéndose como estilo. La
música de Abba y B. Hansson, así como los colores fuertes de la casa,
serán el contrapeso perfecto para equilibrar la gran cantidad de
diálogos que presenta el guión.
Inteligente y divertida, Todos juntos ofrece una mirada
desacralizadora de los 70. Con ironía, sin nostalgía, plantea el
conflicto entre ciertas utopias... y su puesta en práctica. Pero,
también, entre las ideas y los sueños de los mayores versus el realismo,
o la practicidad, de los niños (futuros artífices de los ochenta y
noventa). Una auténtica cabalgata por el espíritu libre, lúdico...
irresponsable de una generación de la que a modo de moraleja –si se
quiere– queda la frase de uno de los personajes secundarios: "la
soledad es lo peor que puede haber en este mundo".
Nicolás Rizzi