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EL TREN DE LA VIDA
(Train De Vie)

Francia-Bélgica, 1998


Dirigida por Radu Mihaileanu, con Lionel Abelanski, Rufus, Clément Harari, Agathe de la Fontaine, Marie-José Nat.



Consta que antes de rodar su oscarizada La vida es bella, Roberto Benigni fue tocado por Radu Mihaileanu. El director franco-rumano le había enviado el guión de El tren de la vida, que Benigni leyó y descartó. "Me gusta", le habría dicho, "pero no acostumbro a actuar en películas que no dirijo". Mihaileanu demoró la filmación hasta completar el elenco, y ahora se queja de que Benigni le robó la idea. No ha de ser para tanto –son dos films bastante diferentes, como se verá–, pero todo indica que la idea de Mihaileanu obró cuanto menos como disparador para la fábula del italiano. Lo que cabe agradecer, en cualquier caso, es el "no" de Benigni, ya que su payasismo omnímodo hubiera conspirado nada menos que contra la esencia de El tren de la vida.

Es que el film de Mihaileanu es saludablemente coral. Narra las desventuras de los habitantes de una aldea judía centroeuropea, que en 1941, ante la proximidad de los nazis, deciden fabricar un tren a imagen y semejanza de los utilizados por los alemanes... y autodeportarse. No hacia un campo de concentración, por cierto, sino primero a Rusia, y finalmente a Palestina. Una vez armado y disfrazado el tren, ellos mismos se travisten. La mayor parte hará de prisioneros y unos pocos, de oficiales de la SS. Entre los aciertos de El tren de la vida hay que citar el equilibrio que hace que todas estas criaturas se articulen efectivamente como un coro. Como en La lista de Schindler (salvando las distancias, claro está), el protagonismo repartido da la medida de la aventura colectiva sin obturar el crecimiento individual de algunos pocos personajes: el que ha sido designado "comandante" por su dominio de la lengua de Goethe, el "loco" del pueblo –que no es tan loco, se sabrá– y el más viejo de los "sabios" llevan algo así como la voz cantante en los momentos más emotivos de la anécdota.

Que no son muchos, ya que el tren avanza mayormente en clave de comedia. Y renace la pregunta que enmarcó el estreno de La vida es bella (ver link al pie): ¿puede montarse una comedia sobre el Holocausto? La respuesta ahora es otra. Primero porque, a difrencia del film de Benigni, El tren de la vida puede darse el lujo de prescindir prácticamente de los nazis. Cosa que en La vida es bella –¡ambientada en un campo de concentración!– sonaba mortalmente artificiosa y acá, en cambio, obsequia a las imágenes cierto sentido universal: el de la imaginación puesta al servicio de la supervivencia colectiva. Es decir, una aventura vigente en cualquier momento y en cualquier lugar. Otra cuestión es que los chistes, en general, no son nada del otro mundo. Especialmente los que giran en torno de un grupo de judíos convertidos al marxismo-leninismo, que pecan de infantiles y pueden llegar a hartar. Lo ajustado del elenco y el ritmo, casi siempre ágil desde la partida del convoy, prometen igualmente una aceptable hora y media de aventuras para todos los que se suban al estribo.

Guillermo Ravaschino     

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