No es la primera vez que los hermanos Taviani
llevan al cine relatos de Luigi Pirandello. Ahí está Kaos (1984), un compilado de cuatro historias folklóricas con algo
de leyenda (o de leyendas íntimas), que nació con vocación de miniserie televisiva de
cuatro capítulos y, vueltas de mercado que le dicen mediante, terminó como
una película de tres horas y fracción. No sé cuántas vueltas dio el mercado con Tú
ríes, que sólo compila dos relatos de Pirandello (1867-1936), el segundo de los
cuales fue estirado y combinado, o mechado, con un fragmento ambientado en la
actualidad. El hecho es que el exquisito y proverbial "estilo" de estos
cineastas no funciona como otrora, ni alcanza a disimular cierto desfase. El cine
de los Taviani (Padre Padrone, La noche de San Lorenzo) tiene
ciertamente algo de las búsquedas poéticas que varios críticos le
descubrieron, aunque tal vez quepa agregar que dichas búsquedas no siempre han resultado
fructíferas. Sus historias suelen desafiar el peso específico de unos textos muy
redondos que por eso mismo no se prestan muy amablemente para la traslación
al territorio de las imágenes. Paralelamente supieron, y todavía saben, sacar partido de
los contrastes meteorológicos, lumínicos, de escenario (interiores y exteriores) y
exprimir fotográficamente a los paisajes en bien de la contemplación, o flotación, del
público. Pero dicho estilo, o clima, por momentos se sitúa por encima, y por tanto a
contrapelo, de otros rasgos. Como la no siempre consistente evolución dramática y la
convicción y la presencia, a veces demasiado endebles, de los personajes.
El primer capítulo de Tú ríes
narra la historia de Felice, un cuarentón que fue barítono, y de los mejores, hasta que
una dolencia cardíaca lo obligó a retirarse. Aunque su nombre pueda llamar a engaño,
este hombre no tiene motivos para la risa. Su esposa, que no se enamoró de él como de su
condición de exitosa figura operística, está al borde del hastío. Tampoco contribuye
la rutina de empleado contable, con la que Felice se gana el pan en la Roma de los años
treinta, impregnada de un fascismo que aparece como un dato tangencial, sutil, al compás
de ciertos elementos repugnantes de la clase media. La cuestión es que Felice no se ríe
jamás... salvo en sueños. Para mal del matrimonio, ya que su mujer le sospecha
fantasías o recuerdos eróticos (no con ella, por supuesto), y para su propia desgracia,
ya que nunca alcanza a evocar el motivo de esas alegrías inconscientes. Lo mejor de este
episodio está en su movimiento paulatino, incluso imperceptible, hacia el terreno de los
cuentos misteriosos o fantásticos. Unas imágenes empiezan a invadir tenuemente la
vigilia del protagonista, insinuando la explicación del extraño fenómeno que
lo aqueja, convirtiendo al hombre en el objeto de una rara mutación, que lo lleva a
abrazar dos causas extremas (el asesinato y el suicidio) y a fatigar diversas geografías
en un breve lapso. Ya al borde del mar, se producen dos reencuentros trágicos (truécanse
en fatales desencuentros) sobre los que no es dable abundar. No están exentos de
vigor ni de belleza fotográfica, y les sobra melancolía. Pero la explicación del sueño
peca de simplificadora. Y a Antonio Albanese, nuestro Felice, le falta convicción.
La segunda instancia transcurre al pie
del monte siciliano y se nutre de dos secuestros separados en el tiempo. El de un chico
por un hombre, en la actualidad, deja paso al de un anciano sabio por unos campesinos
rústicos, ocurrido cien años antes. Más allá del sugestivo paisaje y la delicada banda
de sonido que los amalgaman, el denominador común es algo parecido al "síndrome de
Estocolmo": el afecto aunque aquí con serios límites que surge poco a
poco entre secuestrados y secuestradores. Pero el montaje no ayuda, ya que algunas cosas
suceden con demasiada velocidad, mientras que otras se estancan inopinadamente. No es
tarea fácil sobrellevar estas dos líneas dramáticas. Mucho menos, justificar su
ligazón.
Guillermo Ravaschino
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