Con tres películas en su haber, Grabriele Muccino llegó para darle una
bocanada de aire al cine italiano actual. Aunque sería más correcto
hablar de un empujón, porque la velocidad de Muccino no da respiro. Ver El
último beso es una experiencia apasionante. Uno no termina de
asimilar una escena cuando se choca con la otra, como una especie de
climax continuado de principio a fin.
Hay algo de las comedias de Howard Hawks en El último beso, no
sólo en el tema (las relaciones de pareja, el matrimonio) sino también
en la forma, pero aquí el resultado es aun más veloz: al movimiento de
los actores y la rapidez de los diálogos que imponía Hawks, Muccino le
agrega música trepidante y una puesta en escena arrolladora. No hay
pausa. Todo es acción. La cámara se mueve de un lado a otro siguiendo la
exaltada performance de los actores. Los persigue, los enfrenta, los
cruza, y no toma distancia jamás. Si Muccino se trasladara a Hollywood,
su primer film debería llamarse Rush.
El último beso sigue las andanzas de varios jóvenes a punto de
volverse adultos, aturdidos por la creciente responsabilidad, deseosos de
salir corriendo de la ciudad, de la familia, de la pareja, de cualquier
cosa que los ate. También se ocupa de la madre de una de las
protagonistas, que lucha contra sí y contra todos por recuperar su
felicidad. La búsqueda de la felicidad es para Muccino un móvil
interminable e ininterrumpido del ser humano. Nunca hay tiempo para
pensar, sólo para tomar decisiones con la velocidad de un corredor de
bolsa. Y esta felicidad es siempre momentánea, cambiante, incontenible.
Tras la entrañable Ahora o nunca, el director puso toda la
carne al asador, multiplicó los protagonistas, la velocidad, los
movimientos de cámara, las embestidas contra el reloj, y el contagioso
entusiasmo de los personajes que se transmite al instante al espectador.
Siguió apostando a nuevos actores salvo oportunas excepciones (caso
Stefanía Sandrelli), y estos justificaron la apuesta, porque todo el
elenco funciona de maravillas, en especial Giovanna Mezzogiorno, una
actriz que promete mucho.
La modernidad de Muccino no debe ser confundida con los vaivenes
de un debutante apresurado. La orquestación escénica de El último
beso es tan calculada como precisa. El vértigo con el que está
filmada es la única forma de no tomar distancia de los protagonistas, de
llevar esa pasión de los personajes a la platea estática. Y el estilo
vehiculiza al contenido. La sensación de que todo hay que decidirlo ya,
ahora o nunca, y luego correr hacia la próxima encrucijada y volver a
elegir, con las pulsaciones del corazón y las pulsiones del deseo.
Hace un par de años ví una película que está en las antípodas de
los films de Muccino: Madre e hijo, de Alexander Sokurov. No me
enteré de que había que ir con almohada, y me encontré en la butaca
presenciando un largometraje que parecía introducir una rara novedad
técnica: el agotamiento del plano hecho película. La indignación
resultante me impidió alcanzar el estado alfa, pero los parpadeos fueron
interminables. Cuando todo terminó, me acerqué a mirar el afiche,
tratando de convencerme de que no lo había visto antes de ingresar en la
sala. La cantidad de críticos extasiados de placer había obligado a la
distribuidora a resumir las opiniones en puntajes –¡9!, ¡10!, ¡11!–
y alguna que otra palabra. Una frase se destacaba por tamaño... y por
tamaña estupidez: ¡¡¡UN CANTO A LA VIDA!!! fue la oración que repetí
enervado a quien se me cruzara durante las semanas siguientes.
Hoy, tras el permanente electroshock que me aplicó Muccino durante
casi dos horas, he vuelto a perder la cabeza por una película. Pero esta
vez la frase mencionada le cae como anillo al dedo. Ganas de vivir –el
ahora, el instante– es lo que reflejan los personajes de El último
beso, reflejo que atraviesa al espectador como un rayo alucinante.
Pero cuando baje el telón, cuando se enciendan las luces, saldrá agitado
de la sala con la misma necesidad de búsqueda inmediata de los
personajes. Corran a verla, tal vez nos crucemos en el cine.
Ramiro Villani