Al protagonista (el no profesional François Leterrier,
que estudiaba Filosofía en La Sorbonne cuando Bresson lo convocó) no le será fácil
escapar, ni lo conseguirá al primer intento. Las idas y vueltas, los fracasos y los
castigos densificarán oportunamente el planteo inicial. Pero el tema tiene poco
que ver con la guerra y algo, apenas, con los nazis. Desde el primero al último minuto,
estamos frente a un condenado queriéndose fugar. Esta es una condición universal:
siempre los hubo, en cualquier lugar y tiempo. Y si la tomamos metafóricamente, ya
resulta virtualmente inabarcable: desde la famosa "prisión de carne y hueso"
hasta la cárcel de Devoto, todos hemos necesitado escapar alguna vez de alguna parte.
Pues bien, Un condenado a muerte se escapa es el más minucioso estudio de una
persona en esa situación. El hecho de que sean los nazis quienes lo tienen preso, y que
de la fuga dependa también su vida, puede considerarse un sólido complemento.
El formalismo de Bresson (1901-1999) alcanza aquí una de sus cumbres. El
aprovechamiento del espacio off, que lo tiene por maestro indiscutido, obsequia la
posibilidad rara en el cine de cualquier latitud pero frecuente en la obra de este
cineasta de asistir a más de un clímax que no transcurre dentro sino fuera de los
límites de la pantalla. Y Bresson, asombrosamente, concentra toda nuestra atención
allí. El montaje es tan obsesivo como la actividad del reo (esto significa: ni un poquito
más, ni un poquito menos) y se convierte en el mejor aliado de esa empresa ardua,
exasperante, que consume sus minutos y sus horas.
La inteligencia, la paciencia y el vigor son la clave del escape y, al mismo tiempo,
los datos que definen el "estilo" del film. Uno es llevado a suponer que no
podría haber habido otros planos, otros ángulos ni otros tiempos capaces de meternos
más adentro de esta fuga. A estos últimos rasgos se los suele asociar con las
"formas", y a los argumentos con los "contenidos". Si fuera así, Un
condenado... puede aspirar a un record: nunca las formas se acoplaron a este grado con
el contenido.
Por lo demás, una cierta frialdad parece desprenderse de las imágenes. En parte para
bien: ¿qué calidez puede esperarse del cemento (Bresson filmó en la verdadera
fortaleza-prisión de Montluc), de los barrotes, de los otros presos casi todos
resignados y de los nazis? En parte, por algunas recaídas en las performances. Es
hora de apuntar, o cuanto menos sugerir, que la dirección de actores no siempre ha sido
un plato fuerte en la cocina de Robert Bresson.