Más allá de estar coproducida por tres países europeos, Un diván en Nueva York
tiene mucho de las populares sitcoms (comedias de situación) de la televisión
estadounidense: dos actores importantes a la cabeza del elenco, una puesta en escena muy
cuidada, siempre en interiores, y una situación sencilla y fuerte como punto de partida.
Estamos hablando de la francesa Juliette Binoche (Blue, El paciente
inglés) y del norteamericano William Hurt (Cigarros), a los que la ficción
les permitió conservar sus respectivas nacionalidades. El es Henry Harriston, un exitoso
psicoanalista neoyorquino con despampanante piso-consultorio sobre la Quinta Avenida. Ella
es Beatrice Saulnier, una bailarina que habita un modesto departamento en algún barrio
bohemio de París. El punto de partida es un curioso y a mi gusto estimulante:
debería practicarse más intercambio de viviendas originado en un aviso que el
terapeuta coloca en la edición internacional del Herald Tribune (el mismísimo periódico
que, cuatro décadas atrás, voceaba Jean Seberg durante su memorable primer
encuentro con Jean-Paul Belmondo en Sin aliento). Beatrice se muda por una
temporada a la casa de Henry, y Henry a la de Beatrice. Todavía falta mucho tiempo para
que se vean las caras, pero la situación sugerida por el título se plantea prontamente:
un poco por casualidad y otro poco por curiosidad, Beatrice empieza a hacerse cargo de los
pacientes de Henry. Ellos creen que la francesita es su reemplazante. Ella improvisa sobre
la marcha. Un par de páginas leídas al vuelo y las anécdotas de una amiga con varios
años de diván a cuestas la empapan del abecé del psicoanálisis, que es objeto
de una parodia ligera y cariñosa de una punta a otra del relato. Lo que honra Beatrice no
es el legado de Sigmund Freud sino las típicas muletillas de los psicoanalistas, a saber:
un par de bisílabos ("Ajá", "Mjm"), un monosílabo ("Sí"
o "¿Sí...?") y la repetición cadenciosa de la última palabra de las frases
que pronuncian sus pacientes. Le faltó el famoso "¿Y a usted qué le parece?",
pero en fin.Al principio la historia nos
pasea permanentemente entre París y Nueva York. Son interiores, dicho está, pero están
tan adecuada y afectuosamente recreados que trasuntan buena parte de la esencia,
o de la forma de vida, de esas metrópolis. Este vaivén también le obsequia cierto ritmo
a las imágenes. Una galería de personajes secundarios, mayormente integrada por los ex
pacientes de Harry heredados por Beatrice, da ocasión de lucimiento a un
compacto seleccionado de actores secundarios. Lo que no está tan cuidado es el lenguaje
de Beatrice, quien habla el inglés con un acento paupérrimo (no así francés, más bien
remeda al de Arnold Schwarzenegger) que no comulga con su perfecto dominio del
vocabulario. Más allá del idioma, hay que decir que el tono de Binoche aquí se acerca
al de una niña boba. Y se acerca peligrosamente, ya que Beatrice no lo es. Ya que estamos
con el tono, digamos que el de William Hurt vuelve a transitar esa letanía susurrante que
es algo así como su sello proverbial.
En cuanto comedia de situación, Un diván en
Nueva York se queda algo corta de variaciones: los mentados chistes sobre el
psicoanálisis no están nada mal, pero son tantos y tan parecidos que uno llega a sentir
que una misma y única situación se estiró más allá de lo debido. Y en ningún caso
llegan a arañar la gracia o la intensidad de nobles exponentes de este rubro como
si se me permite la comparación la estupenda "La niñera"
protagonizada por Fran Drescher. En este sentido hay que apuntar los riesgos que los
proverbiales susurros de Hurt traen aparejados: en ciertos tramos su letanía parece
asociarse con la del guión para inducir el sueño en la platea. Un diván en Nueva
York también es una comedia romántica. Y como tal se nutre del esquema más
transitado por este tipo de relatos. Ahí está Lisbeth, una arpía de aquellas,
novia oficial y candidata a convertirse en señora esposa del psicoanalista. Pero ustedes
ya saben lo que sucederá.
Guillermo Ravaschino
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